23/4/17

Todos los domingos - Francisco Zúñiga Díaz



“Dentro de este mundo cotidiano que siempre ha pintado Zúñiga, esta es la vez que más dominio muestra del acontecer y de la técnica narrativa. Hay una calidad sostenida a lo largo de una prosa limpia en que el juego se presenta con las cartas abiertas y el lector saborea un buen plato literario.”
Marco Retana.


Todos los domingos”, es el quinto libro de cuentos de Francisco Zúñiga Díaz. Publicado en 1983, posiblemente sea el más ecléctico de su obra, el de más variado registro, el que arriesga más. En él encontramos los temas y tratamientos conocidos junto a intentos e innovaciones, por conocidos nos referimos a su tratamiento de la desgracia y la adversidad de personajes aplastados por las circunstancias, como se ofrece en textos como “La carretica de Luis Ángel”, “La herencia”, “Borrador para un cuento”, “La madera de Urrú”, “El veinticuatro”. También, con su siempre fino y delicado humor textos como “El salado” (que destaca por su apremiante actualidad, si ya en 1983 un “hincha” del Cartaginés hacía manifiesto su sino, su desgraciada circunstancia de “salado”, su delirante confesión resuena hasta hoy 2017: “Debe ser lindo ser campeón”), en la misma nota humorística también aparecen  “Doble colisión”, “Todos los domingos”, “La cerradura”, “Los futbolistas” y “El día que el Diablo se metió en mi casa” y sobresaliente entre todos “La cita”. Vuelve también con el tema bélico, como en su anterior obra “Los dos minutos” en el calor coyuntural de la guerra de Viet Nam, con textos tales como: “Le escribí a mamá”, “La emboscada” y “La cabaña” y encontramos también esos relatos urbanos y confesionales como “Mis lugares comunes” o los impactantes “Los amigos” y “El gato neurótico” o bien viñetas como “El crimen de anoche”, “El engaño”, “La Mirada” que nos recuerdan sus primeras obras. En una faceta más experimental con intentos de realismo mágico en el texto “El paraguas milagroso de Porfirio León”.

En esta oportunidad, queremos compartir una breve muestra de seis relatos que según yo, son los más destacables de este cuentario desafortunadamente olvidado y nunca reimpreso.



El salado

¿Usted ha sido alguna vez campeón? ¿Qué se siente? ¿Cómo queda uno? Se emociona, ¿verdad? ¡Claro que sí! ¡Me imagino que por lo menos la emoción se convierte dentro de uno en un algo que es como… La realidad es que ni siquiera me imagino cómo es la emoción que se siente. Cuál es su intensidad.
Tal vez se siente uno contento, alegre, feliz. La alegría, el triunfo, el ganar, la victoria.
Porque no es lo mismo —dígame si no— ganar en un partido que ser campeón. Por lo menos yo creo que así debe ser.
Mire usted: yo nunca he campeonizado. Tantos años y nunca he sido campeón. Mi hermano sí, porque es saprissista. A ratos, pero es saprissista. Yo tengo cuarenta años y siempre he ido con el cartaginés. Soy un fanático fiebre del cartaginés. Mi hermano, le decía, va con el Saprissa. El comenta, claro que sólo cuando el Saprissa va ganando: yo iba con el Guanacaste. Es lógico: de allá somos. Pero si está en segundas, ¿para qué?
Entonces se hizo saprissista. Yo, no. Yo he sido cartago toda la vida.
Cuando estaba chiquillo pensaba: ¿Cómo será la ciudad de Cartago? Hasta que un día no me aguanté las ganas. Tenía como quince (cuando güila, antes de eso, no me interesaban los campeonatos. Pateaba bola en la plaza, pero, ¡qué iba yo a pensar en serio en el fútbol! Ya, después de los quince, sí. Usted sabe: los compañeros que discuten, que van con un equipo, los amiguillos, las transmisiones de radio, la tele, los comentarios de los periódicos, todo) y me vine para San José.
Averigüé que la parada de buses quedaba por donde era El Frontón. Me monté en la cazadora y me fui a Cartago, a conocer.
Viera las ganas que me llevaba. Llegué a Cartago, pero no había estadio. Sólo una plaza y… no pude conocer a ningún futbolista.
En casa hay complicaciones. Somos de Guanacaste y mi tata siempre simpatizó con el alajuelense, pero no fue fanático nunca. Mi mama no. Ella iba con el equipo local, posiblemente por apego a la tierra. ¡Qué iba ella a saber de fútbol!
Es el ombligo, decía. Aquí nacimos y debemos ser fieles al pueblo. Tan leal era la vieja que cuando nos vinimos para acá siguió siempre pensando en Guanacaste.
Mi hermano como que a ratos se acuerda que es de allá y va con el equipo, pero siempre que no esté en segundas. Cuando el Guanacaste está en primera división se emociona, pero usted sabe cómo es el fútbol: de un momento a otro se desciende y, estuvo. Entonces mi hermanillo sigue con el Saprissa.
Yo en esto soy leal. Me gusta el cartaginés y me seguirá gustando por toda la vida. A mí me parece que lo que hace mi hermano no es correcto. Eso es, simplemente, volcarse.
Viera usted: cuando el Guanacaste está en primeras sólo del Guanacaste habla. Que hay que alentarlo, que es la tierra de uno, que qué se yo. Yo tal vez en fútbol no soy patriota, pero es que me gusta mucho el cartaginés.
Usted sabe que yo nunca he sido campeón. He estado cerca, pero nada más. Imagínese si soy torcido. El equipo campeonizó en el treinta y cuatro: si acaso yo estaba naciendo.
Después de eso, nunca más. Hemos estado cerca, le decía, pero campeones, campeones, nunca más. Por lo menos desde que a mí me gusta el cartaginés, que es, en verdad, desde toda mi vida.
Debe ser lindo ser campeón. Tal vez ahora que finalice la pentagonal. Usted sabe que casi vamos a la cabeza y que si seguimos así es muy probable.
Pero qué va. Seguro perdemos otra vez y yo me quedaré con las ganas de saber qué es lo que se siente cuando uno es campeón.
Lástima, en fin, pero soy salado.



Mis lugares comunes

Me apesta la vida. Estoy, sencillamente, a su disposición. No es justo. No, no es justo, pero debo hacer algo. El carajito este, Jorge, es muy capaz. Si no le conociera lo suficiente.
Y lo peor es que Gonzalo va a comprender que la razón se encuentra del lado suyo. "Me importa una mierda la plata, tu sociedad", me dijo. Y su coraje se me acomodó adentro y me carcome. Pero defino: si abjuré lo hice por un impulso explicable: la necesidad de progresar.
Y aquí surge el lugar común: buen ingreso, lujo, clubes sociales, barrio residencial, automóvil de último modelo.
Marta me pide más cada día. Los hijos son adolescentes y la vida está muy cara.
Otro lugar común: los hijos no han tenido problemas económicos y ahora, ya grandes, debo suplir sus nuevos gastos y caprichos, debo darles más dinero. Están hechos a la vida burguesa.
Dinero ingresos, dinero ingresos y dinero ingresos para mí son más préstamos. Cerrar un hueco para abrir otro, y más grande.
Y me ahogo en el mar de vencimientos, en este desierto inmenso que es tener deudas, sin posibilidades, ni remotas, de enjugarlas.
Y surge otro lugar común: mis gastos personales, mis lances, mis whisquis, mis amigos. El baile en el Country…
Mi posición me obliga a aparentar. Ese es otro de mis lugares comunes.
Hoy fui al Banco Popular: me devolvieron sólo cuatro mil.
Se me fueron como humo. Pagué deudas de intereses al cinco. Le di mil a Mercedes.
Perdón, pero es otro lugar común: tengo querida. Porque la querida es, esto es una realidad, parte del "status" de un hombre. De un ejecutivo de mi condición, se entiende.
Por eso es que me apesta la vida. Estar maniatado en mis propios vicios, en mis irresponsabilidades, hechas ya monumentos. Cualquier variante, deterioro, un ladrillo flojo que se mueva… y la mole don Gonzalo Retana cae, estrepitosamente, como puede suceder y de fijo sucederá que caiga. Que fine mi trayectoria o, lo que es lo mismo, que Gonzalo Retana se vaya para el carajo. ¡Murió!
Y se me ocurre otro lugar común: mis hijos deben heredar un nombre limpio.
Y ese status estatua, que fue la efigie cimera de don Gonzalo Retana —que soy yo— tiene que mantenerse firme, erecto, insospechadamente diáfano. Por apariencia, de acuerdo, pero debe mantenerse erguido, sólido, como ejemplo de rectitud para heredar un nombre.
El Chalo de antes. El Chalillo de más atrás. El Gonzalo de después, el don Gonzalo de ahora. ¡Cómo he subido en la escala de variantes de mi nombre! ¡Qué largo camino de descenso le queda al pobre, no escalonado sino a golpes, brutal, grosero, sin ninguna elegancia, vulgarmente! iCataplún y basta!
El don Gonzalo de ahora estudió, escaló posiciones, matriculó a sus hijos en los mejores colegios, con mensualidades enormes y gastos más grandes aún en uniformes y galas y putadas sin sentido.
Un lugar dedicado a mis hijos, por si tomo la determinación lógica: su padre se sacrificó por ustedes. Agradézcanlo, güevones.
Anoche me pasé de tragos. Más tarde me quito la goma. Por eso, a la larga, me siento tan negativo, tan frustrado, casi vencido. Esto es malo porque no permite meditar, buscar la forma de salirme del camino sin salida, de este bate bate de lodo en que yo me he metido.
Estuve en el Tennis: la misma mierda. Perdí la noche en babosadas porque se fue en hablar y hablar. Y en tomar.
Hablar para sostener una posición, un status, porque es conveniente decir que se estuvo conversando con el doctor tal y contar, como quien no quiere la cosa: "yo le dije, mirá, Alfonso, sin el don, para que se crea que hay confianza, que somos iguales".
El doctor tal es de los notables y me conviene. Si se unifica la oposición puede que él sea el candidato a la presidencia. Los huesos del gobierno, después de todo, son jugosos. Para un mediocre como yo —o como soy yo ahora— y eso basta.
Lo curioso es que ahora sí reconozco —yo mismo, y eso es grave— que soy mediocre. Antes no, posiblemente porque debía convencerme de que tenía imagen de ejecutivo, de hombre de mundo.
No puede ser que Gonzalo me haya hecho variar tanto. No, es imposible.
Antenoche fui con Margarita a El Paraíso. Es curioso: las tres mujeres tienen nombres que empiezan con eme: Marta, Mercedes, Margarita. Con eme de mierda.
Margarita está bien, pero me sale cara. El problema es que no puedo dejarle dinero, pero gasto más en regalos y atenciones.
Margarita, aclaro, es simplemente un recuerdo. Pero los recuerdos, a veces, se hacen presentes y juegan en la vida de uno un papel indispensable para responder al rol que se cumple.
Debo meterme en política. Conozco a muchos que logran posiciones en el gobierno, sea cual fuere el gobierno. Mi revolucionarismo de la juventud, creo, no fue conocido. O ya está olvidado.
Lo sometí al crisol de mi comportamiento de adulto. De la ceremonia salió un hombre límpido, un ser inmaculado, sin residuos de locuras juveniles, sumamente perniciosas para un hombre de mi categoría.
El mundo es de los audaces: otro lugar común. El estudio y la preparación son elementos que barnizan apenas una posición. Simplemente eso, y punto. Lo demás es estar bien con los que arriendan el país: palmaditas, whisquitos, padrinos y... caer de pie. Caer parados, como decimos corrientemente.
El domingo fui con Marta al cine. Vimos El Padrino pero no me gustó.
Saco a Marta, mi esposa —otro lugar común— y la llevo al cine los domingos. Mercedes se enoja, me reclama. Esa es una de mis situaciones: mi querida me cela con mi esposa.
Es, también, otro de mis lugares comunes.
Estoy engomado. Es temprano para el mechazo. Debo permanecer en mi despacho. Mi despacho: ¡sonoro! Para atender a las visitas. Yo cumplo bien con las personas que llegan a la oficina. Son importantes. Algo bueno puede derivar uno de ellas.
Si el partido en el cual estoy ahora no gana y triunfa el otro, tengo cualquiera de las dos posibilidades. Pero una cosa si es cierta: caeré parado.
El camino de los mediocres es caer siempre parados. Cuando jovencillo me gustaba mucho la revolución. Tenía en mi cuarto fotografías de Sandino y de Lenin. Pero paré eso: tumbé la vara. El revolucionarismo, me dije, no paga.
Mandé al carajo a la revolución y a mi izquierda. Cambié las fotos de Sandino y de Lenin por la de Kennedy y la de Figueres. Me hice figuerista, participé en la campaña, ganamos y me dieron un puesto.
Al presidente lo trato de vos porque estuvimos juntos en el colegio. El fue quien me dio el puesto de asesor. Se llama, en realidad. Oficial Mayor, posiblemente porque es más sonoro.
Y es mejor —me he dicho— ser Oficial Mayor de un gobierno que llena la panza y el bolsillo, que revolucionario romántico, honrado y pobre. ¡A la mierda la pobreza!, fue la nueva consigna.
Anoche estuve tranquilo. La pasé con Margarita. Tomamos tragos, bailamos, hicimos el amor.
Margarita me aburre, me produce deseos de dejarla, de irme, cuando estoy con ella, a casa de Mercedes. Pero el chiquillo que tiene es mío y me explota por eso. Me tiene atado y debo, de vez en cuando, salir con ella, demostrarle que el amor lo puede todo.
Con Mercedes es distinto porque somos novios. Ella sabe que soy casado, pero no le preocupa. Dice con frecuencia que yo no quiero a Marta porque está muy vieja. Sin embargo, cuando llevo a mi esposa al cine, me reclama.
Mercedes no sabe lo de Margarita. Marta, tampoco.
A veces Margarita me aburre, decía, pero no hay más. Después de todo con Mercedes el asunto es serio, de noviazgo y a veces hay que cambiar, matar el tedio. Es necesario salir de la casa, opacar esa televisión que atraganta, no oír a la mujer hablando de modas y peluqueros y evitarse el sartal de viejas jugando canasta y hablando mal de los maridos y de las sirvientas.
A las dos me jalo. Me tomo unos tragos. Mejor voy al Club Unión porque en el Tennis estuve anoche. Variar, en cantinas como en el amor, es bonito, elegante, conviene. Además hace días que no voy al Club Unión y allí llega gente impresionable, que me interesa.
En política es conveniente estar bien con todos: este es otro de mis lugares comunes. Hay que jugársela entera.
El carajillo mío me dijo que le habían contado que yo había sido de izquierda. Yo le contesté que medio medio, que jafanajaf, que locuras, que el sarampión.
Me asustó mucho cuando respondió que él era joven, pero que era responsable. Que tenía solamente una cara y que no era un acomodado de la política y del sistema. Que no era, sencillamente, un sucio.
Me faltó al respeto Gonzalo. Me dejó callado. Aunque reconocí la valentía que yo no supe tener, le dije que se callara. Que si me volvía a hablar lo echaría de mi casa. De mi casa, le dije, enfatizando el mi.
Debo sostener —otro lugar común— mi posición de padre, la autoridad en mi hogar.
Me remachó con una mirada que yo traduje quería decir: cobarde. Expresaba: tengo la frente en alto, limpia, sin dobleces.
Traté de convencerlo de que eso no le servía. Le hablé de su porvenir, su carrera, sus, hijos venideros, Me contestó que él veía el porvenir distinto. Que su porvenir no era mi presente. Que yo había abjurado para complacer a una sociedad, en la que lo único que se pretende es vivir una vida vacía y sin sentido.
Reconocí que era cierto, pero no lo dije. Un padre debe resguardar el respeto y la autoridad ante los hijos y no permitirles que le desmientan. Acepté, sin decirlo, para mí mismo, como un consuelo, que yo también pensaba de un modo distinto, que también yo pensaba en un mundo diferente. Que no podía fabricar ese mundo, pero lo esperaba. Reconocí, sin pregonarlo, que tal vez era cierto que había abjurado, que era un cobarde y un hombre sucio.
Así pensé, pero pensé también que ya era tarde. Los ríos, me dije, no se devuelven nunca.
Soy un cobarde que se dice ser hombre. El ser hombre ya es, en mi caso, un lugar común.
Quiero mucho a Gonzalo. Por ser el mejor de mis hijos, porque sostiene una idea y no le importa la cárcel ni las golpizas de la policía y soporta todo mientras sus hermanos y sus amigos de antes se divierten.
Tengo deseos de clamar a todo pulmón que tengo un hijo que es todo un hombre. Tengo también deseos de pegar un grito y decir con fuerza que este mundo es una mierda.
Vocear que un hijo mío me ha dicho la verdad. Que un hijo mío es más hombre que yo.
Cuando mi hijo me habló así sentí que me escupía. Y probablemente no me escupió por respeto, porque me quiere, porque la juventud a la que está afiliado le enseña lo que yo no pude enseñarle.
Así es la vida. Después de todo medité. Me serví un whisqui en las rocas y comencé a examinar mi conciencia.
Es delicioso meditar con un vaso de whisqui en la mano. El whisqui aclara —otro lugar común— mis ideas.
Yo no nací para mártir, pensé. Está bien que muchos den sus vidas por una revolución. Yo dejé todo eso porque necesitaba sobrevivir.
Después de decirlo pienso que es un pretexto, que fue más bien para acomodarme, ganar prebendas, escalar posiciones, hacer dinero, aparentar.
Tener dos caras, es la expresión, y yo las he tenido muy bien puestas.
Me apesta la vida. Estoy en las manos de un muchachillo. No de mi hijo Gonzalo, sino de ese maldito Jorge. De ese futuro hombre hecho casi a mi imagen y semejanza.
Después de todo lo que perderé es el puesto, el hogar. Pero a mi esposa no. Tendremos que salir para el extranjero. Marta, aburguesada, no hará ningún comentario. Considerará que ese es el derecho del burgués. Que si no lo hubiese hecho yo, otro lo hace. A la larga aplaudirá mi inteligencia. A la larga también criticará mi cabeza, que no supo aprovechar el dinero.
Posiblemente pensará que el desfalco es también parte del status del hombre de bien.
Hacer un desfalco es, en definitiva, otro lugar común.
Me tiene jodido Jorge: colabora con mi maquinaria desfalcadora. Es mi cómplice en el atrevimiento. Pero ya sospecharon de él y me dijo que si no le daba cien mil pesos, cantaría.
Mi último lugar común: debería pegarme un tiro en los sesos pero no me atrevo.



La cita

Hace calor.
Ya es tarde y no sopla brisa. El aguacero, que se venía, parece se arrepintió: decidió convertirse en viento de agua.
—Otra cerveza.
Alfonso siente la frescura del vaso: una caricia en sus dedos secos. El calor es intenso y el agua un nubarrón estático, colocado en el capricho de no querer llover.
Y la cerveza atenúa un poco la espera, el calor, el aburrimiento. Lo único por hacer es esperar. Se siente aislado del movimiento de afuera, que en las cinco de la tarde se desborda de todas partes y hacia todas las direcciones.
Carreras de gente que toma autobuses, de chiquillos hechos eco de gritería, de ofrecimientos de vendedores ambulantes, de avalancha interminable de automóviles.
Debe tener buen cuerpo —piensa. Y se arrulla en el recreo de su figura.
Se le viene a la mente la silueta de Olga en la oficina, con suéter ajustada y pantalones también ajustados.
—Otra cerveza—repite.
Compra el periódico y busca la página de los deportes. Lo hace automáticamente porque esa página es la que lee siempre, junto con la de los cines, las historietas y las crónicas rojas.
Se entera de que el Saprissa venció en su propio patio al Alajuelense. "El huracán morado —lee— le propinó cuatro pepinos al team menudo, sin que éste pudiera anotar siquiera el tanto de la honra."
—Me dijo un minuto—piensa Alfonso mientras lee la crónica del partido de fútbol. Los minutos de las mujeres. Sonríe porque recuerda el chiste del dinosaurio, que contaron en la oficina: cuando el pobre quiso hacerle el amor a la dinosauria, ésta le dijo apenada que no, porque estaba con el siglo.
—Otra cerveza—ordena.
Se cansa de esperar. Solo. Sin tener con quién matar el rato, ni querer hacerlo, porque Olga puede salir de un momento a otro.
No le preocupa su propia apariencia. Le agradaría más bien que lo viesen con Olga: se sentiría orgulloso. Pero Olga es discreta y no le gusta que nadie se entere.
Vuelve a sonreír porque recuerda que su primo las llama putas señoritas. Pero Olga le había dicho que con cautela. Se irían por aparte, sin que nadie se diese cuenta: "a pasito lento, sin hablar con nadie" —tararea. Porque ella es reservada, se cuida.
Me dijo que entraría al salón a arreglarse el cabello, porque ya tenía cita y si la perdía se le presentaba un problema. Mientras tanto —expresó— me esperarás enfrente.
Ha pasado media hora. Si apareciese alguien. No, es mejor que no llegue ningún conocido. Es aburrido tomar solo: el trago, o la cerveza, sabe si es conversado. Pero viene alguno, sale Olga, puede conocerla. No, mejor, para esperarla, me quedo solo.
Abre de nuevo el periódico, ahora en cualquier página. Pretende por lo menos ver anuncios para acelerar el segundero del reloj, empeñado en hacerse lento.
—Una cerveza—pide.
Puede tener sus veintisiete, piensa. Bien administrados. Muy bien administrados. La mujer se cuida. El problema es que hay que saber entrarle: invitarla a bailar y el baile trae whisqui y hay que conversarle de cosas no usuales, no trilladas. Cosas que uno no habla con otras viejas.
Yo no sirvo para eso porque no sé ni conversar. Con los amigos hablo de putas y de fútbol y paja. Con las hembras, al grano.
Pero con Olga... Con Olga hay que hablar de cosas distintas: música, poesía, mierdas, iNo joda! ¿yo? iNo me joda!
Con Olga es otro el estilo y bien lo vale porque ella es un monumento de mujer. Un monumento de puta, un monumento a la lentitud, a la arriazón, a la espera indefinida.
Me estoy disgustando y tengo razón: ya no soporto más. Estoy harto de espera, de pensamiento, de deseo. Incluso estoy harto de Olga.
Alfonso mira el reloj. Son ya las cinco y cinco y desde las cuatro está esperando a Olga. Una hora y cinco, piensa. Los minutos de las mujeres —repite creyendo que se ciñe a una idea tenida en algún momento sobre el minuto de las mujeres, o algo escuchado sobre el minuto de las mujeres.
Ahora, a más de una hora de estar tomando solo, sí desea compañía en su mesa. Cualquier amigo o conocido. Alguien con quien hablar. Con quien limar este aburrimiento que se le herrumbra en toda su pereza. Alguien, puta, con quien emborracharse por lo menos.
—Otra cerveza.
El aguacero, al fin, hace intento de descolgarse. Se detiene. El calor se acrecienta. La cerveza apenas medio refresca, pero ya Alfonso siente el efecto de un número de cervezas del que no tiene idea. Ya siente su piel gruesa. Los deseos se le desbordan. El pensar continuamente en Olga, en Olga su mujer, en Olga junto a él, le trastorna, se le hace material, no en la imaginación del cuerpo de ella, sino en la irrealidad hecha real de los dos cuerpos juntos, de los dos cuerpos amándose.
La cólera porque Olga no aparece, le invade y, al acrecentársele, le elimina su interés por ella y le hace resolver que no le interesa. Su deseo de ahora es permanecer en la cantina, emborracharse, olvidarse del momento enormemente largo de una espera estúpida, porque mujeres como Olga, y mejores, hay por millones.
—Otra cerveza — grita. —A tumbar la vara, güevón, se repite con insistencia: las mujeres sobran. Hay miles y millones y billones de hembras. ¡Cuatrillones!
El aguacero comienza a caer como cernido por cedazo grueso. Las gotas, empedradas, rompen el pavimento. La tarde se oscurece en un intento de terminar con furia. El calor empieza a desentumecerse. Columnas de vapor de agua se elevan de todas partes. De un momento a otro, a no dudarlo, se dejará venir el aguacero completo, insoportable ya en el peso de las nubes, que abrirán con violencia sus vientres enteros para vaciarse sobre las casas, las calles y las aceras.
Me alegro, piensa Alfonso. Ya son las seis y media y no aparece. Me engañó. Me jugó sucio… Me está jugando sucio.
Dejá de atormentarte, hombre, piensa. Es mejor así. Es mejor, definitivamente, así. Una puta es lo mismo.
—Otra cerveza—exige.
La invité porque hoy me cayeron quinientos pesos. De otra manera, no hubiera podido. La verdad es que no he podido. La realidad es que no pude.
Ni siquiera vino al salón, es un hecho. A no dudarlo se fue con otro, porque detrás de ella revolotean los varones, los billetes, los abejones de mayo, los varones con billetes y los abejones con billetes.
Los cabrones que se la llevan a menudo, a Olga y a todas las olgas del mundo.
La verdad, viejo, es que una puta es lo mismo. Da lo mismo. La verdad es... la verdad es...
El aguacero se desbarrancó con furia. El agua se hizo cerco entre la cantina y las casas y las calles y la misma noche.
Si Olga no había salido del salón, si saliese ahora, se haría posible no verla. No puede verse con tanta agua. No podría salir porque el peinado se le alborotaría, se le desharía el pretexto que me metió para dejarme colgado, para meterme, burlado, en esta cantina que ya casi me agrada, en esta espera que ya casi me satisface.
Esto si acaso ella ha estado en el salón, lo cual se hace ya imposible, totalmente increíble.
Me engañó como a un baboso —murmuró enredado en un hipo. Como a un carajillo, como a un novato, como a un estúpido, como a un niño de teta.
¡Como a un abejón de mayo sin billetes!
—Otra cerveza.
No sé por qué pienso en Olga. Serán las cervezas, la borrachera. Es linda: lindo cuerpo, lindas piernas. Linda, lindísima, linda. Si estuviera todavía en el salón. Si saliera del salón. Si saliera desnuda bajo la lluvia, para llegar a mis brazos, para buscarme, para quererme.
—Otra cerveza.
Si lo hizo por reírse de mí voy a darme por no enterado. Haré como que me olvidé de la cita. Le pediré mil perdones por mi descuido. No le diré nada. Sencillamente llegaré a la oficina como de costumbre, con el saludo de costumbre, con la costumbre de costumbre.
Por la puerta se introduce la brisa fría: resentimiento de la calle por haberla humedecido, en demasía, el aguacero.
Alfonso ya ni sabe por qué está tomando. Ya ni se acuerda de Olga. Ah, sí —dice pesadamente— vine a esperar a la hembra esa.
Que se joda ahora, porque lo que soy yo, no le hago caso. Me busco una puta. Me busco una puta. Ja, ja, una puta. Lo mismo es Olga que una puta, que una puta, que una puta.
—Otra cerveza.
La cerveza fría apenas medio refresca el calor de adentro. Alfonso ya no siente el efecto del número que ha tomado, ni le importa tener idea de cuál es la cantidad.
Ya casi ha dejado de pensar en Olga, en la puta, en las mujeres, en la cerveza, en todo.
En su mente ya casi dejó de adherirse el cuerpo desnudo de una mujer: se le borra sinuoso, en sombras cobijadas en el propio seno de la noche suya.
De su propia noche muy avanzada.
En una iglesia —que importa cuál— sonaron doce campanadas.
Otra cerveza —grita Alfonso, ¡Otra cerveza, con todos los diablos!
No opone resistencia cuando el salonero lo empuja hacia afuera y cierra la puerta de la cantina.



Los amigos

—Puta mujer. ¡Y con vos! A saber con cuántos. —Ya te lo expliqué, viejo. Lo siento.
Vino la quinta orden y Basilio ya hablaba pegajoso. No le dio la lloradera, como pasaba siempre cuando tomaba, pero se aguantó, en apariencia, las ganas: su honor estaba mancillado y tenía que portarse como hombre.
Mientras Ricardo andaba en el orinal Basilio quiso pensar, pero no pudo. Acomodó entonces la cabeza entre los brazos, sobre la mesa, y se durmió.
Fuera de la cantina, el escándalo de la gente y los automóviles crecía. Quemaba un calor de verano, ante la ausencia de una brisa retardada.
Un limpiabotas trataba de bolsear a Basilio cuando regresó Ricardo, quien lo echó a hijueputazos.
La tarde, entre tanto, trasudaba resquemores en la conciencia de Ricardo: no le debí haber dicho. Fue cosa de tragos, pensó. Por dentro se ocultaba la satisfacción que sentía de haberle contado eso, precisamente a él.
De manifestarle su incursión en lo íntimo de Basilio: su mujer, que había sido suya.
Borró este pensamiento con la excusa de que uno es hombre, todo por no tener él mismo demasiado evidente que su comportamiento con la mujer no fue tan trascendente como el haberlo contado al amigo.
Ricardo despertó a Basilio. Para serenarlo le dio un trago: con esto te componés. Siguieron después órdenes y órdenes interminables, hasta no saber cuantas.
Al día siguiente volvieron para quitarse la goma. Se saludaron corrientemente, como si nada. Hablaron de fútbol y de mujeres y de todo. Del malestar de sus estómagos, demasiado golpeados y de lo delicioso del primer trago de ese día.
El asunto de Adriana con Ricardo no se mencionó. Ricardo lo callaba por pena o por lástima, o porque ya lo había dicho.
Basilio no decía nada, porque ni siquiera recordaba lo que habían hablado ayer.


El gato neurótico

El decir el que con lobos anda a aullar aprende lo entendí con el caso de mi gato neurótico.
No es que no entendiese el refrán, pues ya estoy en cuarto, pero es que a veces uno necesita, para comprender algo, verlo, sentirlo. Y me quedó clarísimo, sin ninguna duda.
El gatito amanecía de luna. Y esto de amanecer de luna tampoco lo entendía muy bien, pues después de todo uno aprende con la vida. La vida es la mejor escuela, decía mi mamá y esto también lo entendí cuando supe lo que se quería decir cuando se decía amanecer de luna.
Y el amanecer de luna, en mi entender, es porque se duerme mal y se levanta uno como si no se hubiese acostado.
Como mi papá cuando se acuesta en la madrugada y se levanta de un humor que mamá a veces dice que es goma y a veces que es luna.
A veces también le grita a papá que es un sinvergüenza.
Pues a mi gatito le pasaba como a mi papá. Había días en que ni se movía y si solía hacerlo era para pegarme un arañazo. Si le pasaba la mano por la espalda, en vez de ronronear como cuando no está de luna, me contestaba con un gruñido muy feo.
No jugaba, no empujaba con su pata, por en medio de las patas de la mesa del comedor, la bola que yo le ponía, bolilla de pimpón con la que siempre, cuando estaba de buenas, se divertía.
Yo he aprendido bastante con mi papá y con mi mamá. Cuando se pelean, ella le grita que debe ver a un siquiatra y él le dice que a ella no sólo debe verla un siquiatra, sino irse al asilo siquiátrico. Le pregunté a mi maestra, porque hay palabras que no hemos aprendido todavía en la escuela, que qué era un siquiatra y ella me dijo que un médico que atendía a los enfermos mentales.
Saqué en claro, por comparación desde luego porque ella no me quiso explicar más, que los enfermos mentales eran gente como mi papá y mi mamá.
Después averigüé que el asilo siquiátrico era un lugar donde meten a los locos y que un enfermo mental era algo así como un loco.
Por pura casualidad lo supe porque a Albino, el de Rosa, que es loco, se lo llevaron para allí.
Una vez fui con mi papá a donde el siquiatra porque se sentía muy mal. Me llevó para que le ayudara a cruzar las calles, porque él sólito no podía y era peligroso que lo atropellara un automóvil.
Yo me acordaba muy bien de la dirección y por eso le llevé al gato cuando se me puso imposible del mal humor.
Lo que yo no entiendo es por qué papá se enojó tanto.


Le escribí a mi mamá

A veces, después de la noticia de la muerte de mi madre, me pregunto si hice bien o mal en escribirle. No sé, y la duda me desgasta más que la muerte que me circunda siempre.
Puede que esa carta contribuyera a precipitar su fin y que ese fin se haya hecho, por mi culpa, más amargo.
¿No brillaría en su últimos pensamientos, la imagen del hijo que regresaría antes de la muerte? Puede ser que sí, como también puede ser que la ausencia se acentuara ante la certeza que debió tener de mi convivir con la batalla y el temor de mi muerte amenazante, escondida, esperándome en todas partes y en todo momento.
Puede ser que el conjunto acelerara su vida, para darle pleno campo a una realidad que para ella, se hacía ya definitiva: morir.
No sé. Le escribí a mamá y le conté que estaba en Viet Nam. Le dije:
"Mira, mamá. Tú piensas que estoy en Boston, trabajando en la fábrica a donde me escribes y eso no es cierto. No estoy en Boston y no recibo ninguna carta tuya y tú no recibes, desde luego, carta mía. Estoy en Viet Nam, a ochenta millas al suroeste de Saigón. Me preguntarás que por qué no te lo había dicho. Lo que pasó es que tuve la preocupación de que pudieras enfermarte más si te lo decía. Yo sé, mamá, que estás muy enferma.
"Necesito tus cartas. Ellas me traen tu amor y tu consuelo, indispensables aquí en Viet Nam. Me traen también, pienso, el calor de mi patria tan lejana. Escríbeme, mamá, por favor."
La situación para mí —egoísmo que terminó con ella— era sumamente difícil. La muerte aquí es, digamos, una epidemia. El milagro, lo inusitado, es la vida. El aire está muerto y contagia a los árboles, a los seres, a la esperanza.
No sabe uno si la muerte ya está al lado, o si, una vez que termine con el compañero de esta guerra, de este bosque espeso y maloliente, te llegará, o si hará algún rodeo para mortificarte más, para hacerte morir de miedo, lentamente, a pasos calculados y llenos de mala intención.
Para dejar de ser tajo, o bala, o malaria; para hacerse angustia, agonía permanente.
Perdóname, mamá, por haberte dicho la verdad. Sé que sufriste mucho, lo indecible, lo circundado por un elemento de imposibilidad de hacer nada, de impotencia, de temor y ahogo y zozobra y miedo.
Tenía que decírtelo, madre: me hallaba demasiado solo y muy seguro, segurísimo, de que moriría primero que tú.

Y tuve, madre, un miedo inmenso de que no supieras dónde.



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