27/8/16

Un espejo roto – Antología del nuevo cuento de Centroamérica y República Dominicana



Inevitable referirse a los límites que toda antología supone, y necesario también señalar los umbrales a los que nos lleva, las puertas que nos abre, su carácter de brújula enloquecida y certera. Todo esto cabe y hace falta decirlo sobre esta breve antología del nuevo cuento Centroamericano y República Dominicana.

Lo más grato, y cómo no lo va ser, es reconocer en esta obra tantos autores y autoras en sus páginas, quienes, pese a la cautividad geográfica de nuestros países, me son afines y amigos, no se puede negar que las nuevas tecnologías de la comunicación son herramientas poderosas para fines insospechados.

Siete países, (los usuales que cabría esperar más un plus: República Dominicana) veintisiete autores y autoras, un texto por cada uno, su ficha biobibliográfica y una breve glosa respondiendo a la tácita pregunta ¿Qué significa escribir desde Centroamérica o desde República Dominicana? (como se infiere en las respuestas de los insulares) componen esta antología. Desde luego que cuatro autores por país no bastan para agotar todo el ecosistema de la narrativa local; por supuesto que un texto por autor es insuficiente para hacerse una idea de la obra en marcha de cada uno y de cada una, eso es verdad de Perogrullo, y nadie le pide peras al olmo. En ese sentido, podemos decir entonces que la breve muestra antologada más que destacar autores o textos individualmente, sí logra mostrarnos el aliento, la motivación, las tendencias literarias en la región, los instintos comunes e inadvertidos que afloran coralmente a veces, convergentes, o divergentes también, esta antología sobre todo nos permite hacernos una idea de qué le preocupa y le ocupa a la nueva generación de narrativa, de que tradiciones está retroalimentándose y de cuáles son sus aportes, lo suyo propio.

El resultado es interesante, si quisiéramos trazar una frontera imaginaria, un punto epocal de referencia, digamos por ejemplo la firma de los tratados de paz en los noventa y el proceso posterior en que nacen, se forman y escriben los autores y autoras reseñados descubrimos con asombro que no son una generación post-conflicto, que la formalización de las instituciones democráticas y electorales, los armisticios y la integración económica no son más que fachadas, los tópicos, las obsesiones si se quiere, en particular en las narrativas de Guatemala, Honduras y El Salvador, reflejan la herida abierta y sangrante todavía de la guerra, de las dictaduras, de los procesos revolucionarios, de la exclusión social y la marginalidad, incluso y sin que se tome a mal, hay relatos que si me hubiesen dicho que fueron escritos en la década de los años ochenta (cuando recrudecía el conflicto armado e intestinal) lo hubiera creído, pero no, fueron escritos en pleno siglo veintiuno.

Pero quizá me equivoco, a lo mejor la antología no es eso, sino la voluntad del antologador, o incluso, de su patrocinador el Goethe Institut. La antología aparece encabezada por el maestro Sergio Ramírez, el polígrafo centroamericano, pero salvo su prólogo, muy referencial y periférico, que casi nada dice sobre esta nueva narrativa salvo que reclama “universalidad” nos parece que su papel en la selección, lectura, y ensamblaje de la obra jugó un papel muy discreto y marginal (es que resulta evidente si contrastamos su trabajo como antologador en las ya viejas antologías del cuento centroamericano y nicaragüense que publicara EDUCA y la Editorial Nueva Nicaragua) pareciera más bien que hubo un equipo y una logística tras el proyecto bajo el aval de Ramírez, eso no tiene nada de malo, lo malo es que no se diga. La novedad de incluir a República Dominicana es inusual pero afortunada, qué esquiva es su literatura y su arte (que no es solo bachatas, merengues y salsas) y qué afortunados somos de poder asomarnos a su última narrativa en esta mínima muestra, lo que no salva de la endeble justificación de Ramírez de incluir a ese país en la antología “por su cercanía no solo en la lengua, sino también cultural” lo que justificará mi reproche: ¿y por qué no también Puerto Rico y Cuba? No importa, lo bueno nunca sobra, lo malo es no decir que era exigencia de los patrocinadores.

Pero entremos con un poco más de detalle en esta nueva narrativa centroamericana y dominicana, refirámonos a algunos casos concretos, destaquemos algunos textos que lo merecen, por Guatemala, “Ramiro olvida” de Maurice Echeverría, probablemente el mejor texto de toda la muestra, sobrecogedor, el viejo verdugo, torturador y asesino está viejo, y además está olvidando, el texto lo relata un viejo amigo, un amigo que rescata toda la humanidad de Ramiro, su camaradería, nos descoloca, nos repugna, el monstruo también es gente, también es persona, que extraña joya nos regala Echeverría en este texto.

Por Nicaragua, María del Carmen Pérez Cuadra nos ofrece “Navidad en Managua” un texto que al igual que “El estreno” de Vanessa Núñez Handal por Guatemala tienen un gusto conocido; en ambos casos me recordaron un texto de Salarrué, “Noche buena” de sus inmortales “Cuentos de barro”, la restauración de la justicia en uno y su imposibilidad en el otro, la niñez centroamericana, su inocencia llena de carencias y lombrices, moribunda de diarreas y de sueños engendrará su mara, su militar, su político, pero al menos esta vez el nudo en la garganta, dos textos que nos recuerdan que en nuestra América Central lo único que cambia es el clima.

En un espacio para la polémica, por El Salvador, Alberto Pocasangre y su texto “Tiras de carne” que el poeta Juan Carlos Olivas, considera un “burdo plagio” del cuento de Julio Ramón Riveyro “Los gallinazos sin plumas” y es que las similitudes entre ambos textos son abrumadoras, no podría creer que al maestro Ramírez se le pasara esto, pero pese a todo, el texto de Pocasangre me gusta más que el de Riveyro, y es que la marginalidad no puede ser original, siempre engendra igual dolor en todo tiempo y en todo lugar.

Por Costa Rica Carla Pravisani (posiblemente la más andariega y cosmopolita de la muestra) sobresale por su texto “Locaciones” tan hábilmente ejecutada como crónica de viaje, hasta San Pedro Sula (mi ciudad favorita en Centro América) y con una sutil contención narrativa sabe poner los puntos en las íes y resuelve un texto que es paradigma de la institucionalidad y el clientelismo político en nuestra región.

Y cerrando, por Panamá, Carlos Oriel Wynter Melo y su texto “El hambre del hombre” una delicia de texto, con unos guiños y un manejo del doble sentido y la picardía que hacen de su texto un delicatesen.

Buena sorpresa depara la narrativa centroamericana de la última generación, tan marginal como les gusta a otros vernos, pero nunca nos ha molestado mostrarnos tal cual somos, universales siempre.


Germán Hernández.


25/8/16

Vanessa Núñez Handal - "Látex" y "Androide nacional"



El camino de dolor. Daniel Hernández-Salazar. 1996.

Desde Guatemala, la narradora de referencia obligatoria, Vanessa Núñez Handal comparte dos textos de su producción, y nos invita a confrontar, frente a frente, la invisible estela del desgarramiento.


Látex

Insertó el bisturí a la altura del ombligo. Con un tajo limpio y firme cortó el abdomen. Aunque no hubo tiempo para anestesiarlo, el muchacho no se movió. El cirujano hizo dos o tres cortes. Las vísceras saltaron con un sonido viscoso que a ella le pareció repulsivo. Los órganos vibraron unos instantes por el fluir de la sangre que, unos minutos después, se detuvo.

El cirujano le indicó, al tiempo que se quitaba los guantes pegajosos, que cerrara con una costura suelta. En medicina legal volverán a abrirlo, dijo, y se marchó llevando tras de sí a las enfermeras y a los dos agentes policiales que, desde la puerta, no habían perdido de vista ningún movimiento y que, después de cruzar un par de palabras con el médico, se retiraron intercambiando bromas.

Pronto los pasos dejaron de escucharse en el pasillo. Entonces el silencio la inundó y el cuerpo desparramado sobre la mesa le resultó grotesco. Su expresión era angustiante. Probó cerrar sus párpados, pero fue inútil. Observó el reloj. Eran casi las tres de la madrugada. Intentó pensar en nada y terminar lo antes posible. Tomó la aguja con el hilo hilvanado. Presionó con fuerza las vísceras tibias, pero éstas se le deslizaron bajo los guantes. Aquel sonido se produjo de nuevo. Un escalofrío recorrió su espalda.

Empujó los órganos con una gasa. Ésta se empapó de sangre al instante. Se inclinó sobre el cuerpo para ayudarse con su peso en la tarea. Haló la piel con fuerza, al tiempo que presionaba los músculos que se negaban a volver a su posición original. Y, cuando estaba a punto de introducir la aguja en la piel tensada, el parpadeo de la lámpara la hizo reparar en los ojos marchitos del cadáver que, por un momento le pareció que la observaban. Luego de un retumbo sordo la luz se apagó por completo.

Sintió un frío intenso. Pensó en dirigirse a la puerta, pero algo la contuvo. Hizo un nuevo intento, pero decidió quedarse quieta, pues le pareció que había escuchado algo. Colocó como por instinto, sus manos sobre el cuerpo abierto. Comprobó que la tibieza comenzaba a abandonarlo y daba paso a una frialdad húmeda.

Minutos interminables transcurrieron y, como nadie se acercara a la sala, a tientas se desplazó por la habitación. Su antebrazo rozó el cabello húmedo y marchito del cadáver. Sus pies tropezaron con una de las mesillas de rodos. El ruido la sobresaltó. Avanzó unos pasos hasta que su mano sintió el frío del metal de la puerta voladiza. Buscó la ranura. La empujó despacio. Y, cuando estaba a punto de salir, se detuvo. Giró la cabeza. Aguzó el oído. Estaba segura. Había escuchado a sus espaldas, con claridad, el sonido viscoso de guantes estrujándose.


Androide nacional

No podía dejar de sentir la vibración en el cuerpo. No lo había tocado ni uno solo de los pedacitos de metal que habían cuarteado matas de guineo y palos de tamarindo. Ni una herida, por pequeña que fuera, le había sido causada. Entonces, ¿por qué no podía olvidar el zumbido que en sueños la hacía llamarla? Y no la volvió a ver. Al menos no como él habría querido recordarla: echando tortillas y regañándolo por perseguir a los pollos para sacarles los ojos con un clavito oxidado.

La cámara lo filmaba de cerca. Lo que más resaltaba era su rostro sudoroso con la mirada enrojecida y fija en algún punto en el aire. El reportero, sin apartar el micrófono de su boca gruesa, hacía preguntas que no llegaban a escucharse en la televisión. En diversas ocasiones le habían preguntado lo mismo, al menos en sus pesadillas más vívidas y en sus borracheras que luego no recordaba ni lamentaba. Comenzó a responder por inercia. Fijo en un punto, hablaba como si se tratara de un discurso aprendido y repetido cientos de veces: Soy un androide diplomático especializado en técnicas de seguridad militar.

Desde niño fue así. Travieso y con unas grandes ganas de hacer algo. Lo que fuera pero algo. No quedarse en el caserío que le había servido de pueblo, de ciudad, de mundo, donde no pasaba nada, donde la única evidencia del transcurrir del tiempo era las sombras de los mangos que avanzaban sobre el piso de tierra del patio de la casa de varas. Ahí, donde una vez el sol había dejado de calentar el aire o la brisa tardía había comenzado a soplar, correteaba con sus hermanos. Desde entonces jugaban a las balaceras y a las minas. No le gustaba ser el herido pero, por ser el menor, casi siempre le tocaba quedarse en una silla con las piernas dobladas simulando un muñón o con la mano vendada y teñida con el último culito de café que quedaba en la olla antes de que la mamá la lavara. Fue por aburrimiento que se inventó amarrar el hilo de nylon con que su papá hacía los corralitos para las gallinas. Amarraba un extremo a una mata de guineo y el otro a un montón de huacales que apoyaba en las ramas de un almendro. Cuando su mamá o sus hermanos pasaban llevando la masa del molino, corriendo a hacer un mandado o con los cántaros del agua del pozo que les vendía la niña Marta, los cumbos se les venían encima. Se ponían furiosos. Lo llamaban a gritos. Lo puteaban. Y él se reía en silencio, detrás del lavadero, doblado del gusto de sentirse más listo que los otros, a los que les llevaba tiempo encontrar la manera de soltarse del nylon que los aprisionaba junto a los huacales de plástico.

Soy un androide militar con una misión determinada por un ente superior al que no es posible contrariar. Contrariarlo implicaría mi destrucción automática. No, tampoco me es permitido revelar su identidad. El camarógrafo aprovechaba para sacar mejores tomas. Nervioso, se movía a su alrededor. Hacía acercamientos en un deseo por captar los gestos de aquel hombre inexpresivo. De cuerpo entero, las piernas abiertas, los pantalones flojos y sucios, un close up, los movimientos de los dedos, las manos esposadas al frente, la camiseta rasgada por el forcejeo con los policías que los capturaron. El reportero miraba hacia la cámara con el rostro divertido.

Intenté que fuera limpio. Pero no sabía que no se podía por un huesito que hay ahí, dijo de pronto.

Fue su padre el que desapareció primero. Luego sus dos hermanos, aunque no contaban con más de doce años.  Decían que se los había llevado la guardia. Hacía varias semanas que su papá no llegaba a por las noches a la casa. Dormía en el monte, junto con otros a los que también los andaban siguiendo. Sólo llegaba por las mañanas a la casa, para tomarse el café que su mamá le tenía listo y las tortillas heladas que se pasaba con frijoles o con sal. Hacía varias semanas había llegado la guardia preguntando por ellos. Por los tres. De nada valió que su mamá les explicara que sus hijos eran menores y que no podían tener culpa. Los siguieron buscando por las tardes. Siempre en la casa después del jornal, nunca en las milpas ni en las fincas ni en los beneficios, para no comprometer a los patronos. Se quedaban horas esperándolos, parados frente a la casa, como de piedra. Él los veía detrás del cerco y ellos se hacían los que no lo miraban. Cuando se cansaban del plantón, tiraban una puteada al aire y amenazaban con volver. Fue por aquellos días en que su hermano más pequeño se murió enlombrizado. La madre no tenía para comprarle papelitos de medicina, mucho menos para pagar un médico. Y como su papá estaba ausente, lo dejó estar desnudo y panzón, hasta que un día la fiebre se lo llevó, casi sin dolor, casi sin que nadie lo sintiera.

Por el hueso que uno tiene aquí, dijo de nuevo, intentando tocarse la nuca con el dorso de las manos gruesas. Por eso no pudo ser limpio, pese a mi entrenamiento androide militar técnico, afirmó. Así que quizá es por eso que hoy me tienen detenido. Porque no seguí el protocolo. Me confundí. Y como ellos son bien estrictos, estas cosas no las perdonan, afirmó. Soy un sistema que no es humano, pero quizá ocurrió un error en mi programación, dijo sin expresión.

Después, cuando su papá y sus hermanos ya no estaban, fue la guerrilla la que llegó a tocarles la puerta una madrugada. Los reconocieron por la ropa sucia, las melenas largas, las barbas y las mujeres uniformadas que los acompañaban, tras cuya ropa podían vislumbrarse sus pechos sin sostenes. Tampoco llevaban botas militares. Llegaron pidiendo contribución. Se llevaron las gallinas y el cuchito que su mamá engordaba para ayudarse el fin de año. Sintió rabia. Y, como pasara el tiempo y ni su padre ni sus hermanos volvieran, no quedó otra que aceptar que era verdad, que por fin  la guardia los había capturado. Seguramente los habrían torturado y aventado en alguna zanja donde, probablemente sirvieron de alimento a los zopes y los chuchos raquíticos del lugar. Lo mejor era no pensar en eso, oyó que decía su madre un día.

Lo habían capturado mientras caminaba sin rumbo. Llevaba la mochila aún chorreando. Lo detuvo la autoridad. Altos y corpulentos, los nuevos policías uniformados no tuvieron problemas en lucharse con él y paralizarlo contra el piso de tierra y piedras. Para eso los habían entrenado luego de los acuerdos de paz y la llegada de la democracia. Casi  ni lo lastimaron y, pese a que era tan grande como ellos, lograron esposarlo sin mayores esfuerzos. Él tampoco se resistió gran cosa.

Meses más tarde llegó el ejército. Les quitó la mitad del terreno que tenían. Les desarmó los gallineros y les mató al único chucho que les quedaba, por ladrarles y tenerles miedo. Se instalaron sin siquiera preguntar. Que utilizarían el espacio disque para tareas militares, pero realmente sólo llegaban a cagar y a tirar la basura. Después llevaron muertos. Los enterraban o los dejaban al aire. Había que tener cuidado de que los pollos no los picaran. A los animales les gustaba comerles los ojos, porque eran blandos. A veces se los ganaban las hormigas, pero su mamá lo mandaba a espantarlos. No quería comer animales que se hubieran alimentado de gente, decía, no tanto porque fuera sucio, sino porque era pecado. Después los soldados sembraron milpa y cuando el maíz fue creciendo, a él le comenzó a dar tristeza.

Con el tiempo les prohibieron cruzar la alambrada. Iban a construir un galerón, dijeron, sobre el pedazo que les habían quitado a ellos y a otros vecinos. El cerco se allegaba cada vez más a las casas. En el galerón decían que guardaban suministros, pero eso a él nunca le constó, porque nunca pudo ver ni la entrada. La única vez que intentó cruzarse para perseguir un pollo que se había escapado de que le doblaran el buche, los soldados lo amenazaron con dispararle si no se salía para ayer del terreno. El pollo se perdió y su mamá lo regañó por haber dado alimento al enemigo. Así los llamó y a él se le quedó en la cabeza.

Yo, no soy un humano, dijo al tiempo que se rascaba los genitales que le picaban por el calor que hacía y porque llevaba el cuerpo pegajoso. Soy un sistema que no envejece, ni se enferma, ni muere. Me creó una entidad invisible e individual. He sido clasificado como un sistema androide anónimo. Yo soy un androide especializado y programado para la vigilancia militar.
 
Un día también llegaron por él. Y como ya su mamá no los podía mantener a todos, ni tampoco se iba a poner a alegar con los guardias, no dijo nada cuando se lo llevaron en el camión militar junto a otro montón de cipotes de por ahí cerca. Era una boca menos que alimentar y, al menos así, le dijo antes de darle el atado de sus pocas pertenencias, iba a aprender oficio y le iba a poder enviar unos cuantos centavos a fin de mes.

Al principio, y porque estaba muy cipote, le tocó andar llevando recados y papeles. Otras veces, tirar los orines de la tropa. Cuando comenzó el entrenamiento, pese a que le sangraban los pies, pues no estaba acostumbrado a calzar zapatos y mucho menos a subir con las botas de punta de acero los cerros que les hacían trepar a diario, él era el único que aguantaba sin rezongar. Fue así como le fueron ganando confianza. Pronto le fueron encargando ir a comprar víveres a la tienda cercana o al pueblo. Y un día, porque había sido el único que había aguantado los entrenamientos sin vomitar, hasta le habían dejado presenciar “los procedimientos”. No le dieron lástima los desnutridos que llevaban de los caseríos y cantones cercanos y que, casi siempre, se les morían temprano por la mañana, a consecuencia de los interrogatorios que a veces les dejaban un ojo colgando sobre la nariz.

Fui diseñado para vigilar la pureza de la inteligencia militar superior. En el mundo al que aspiramos no existen los torpes ni los idiotas. Un tonto no puede existir en un mundo inteligente, así como un indisciplinado no existe en un mundo disciplinado y militarizado. Mi deber es velar por la civilización avanzada y eliminar a todo aquel que no tenga la inteligencia suficiente para pertenecer a ella. O sea, yo elimino inteligencias inferiores. Ese es mi deber.

Pronto fue ascendido. Entonces pudo participar en los combates. Por su arrojo y valentía, porque no le temblaba nada a la hora de combatir con el enemigo, los instructores gringos le tomaron aprecio. No le llevó mucho tiempo antes de que lo transfirieran a uno de los batallones de reacción inmediata, que habían sido formados debido al recrudecimiento de la guerra en los últimos años. El gobierno estaba decidido a evitar que los comunistas tomaran el país, les decía el instructor, y para ello contaban con el apoyo de su gobierno, el de los Estados Unidos. La guerra emprendida por los que adoraban al diablo y se alejaban de la luz, no tenía posibilidades. Pero a él lo que más le gustaba era la comida. Ya no se veía obligado a comer las tortillas con arroz y frijoles que les daban a diario en el cuartel, donde sólo comían carne la noche antes de que los mandaran a combate para que agarraran energías. Pero la energía, él bien sabía, venía de otro lado. Igual pasaba aquí. Les echaban algo en la sopa o en el arroz, que luego los hacía tener visiones y sentirse indestructibles. También les pasaban películas de acción y de guerra. Así fue como participó en varios operativos que luego le quitarían el sueño. Aunque jamás le contó a nadie, porque les habían dicho que el miedo era debilidad.

Mi educación y preparación ha sido proporcionada por instancias superiores a la inteligencia convencional, cuyo nombre no puedo mencionar porque lo desconozco. Por eso es militar y por eso es secreta, afirmó, al tiempo que el reportero lo estimulaba a seguir hablando. O sea que yo no puedo revelar ninguno de los contenidos con que fui programado, afirmó.

Pronto comenzó a despertarse todas las noches, empapado en sudor y llamando a su madre, a la que veía echando tortillas en la casa. Quizá, pensó él, todo aquello le comenzó al enterarse de que el caserío donde había crecido había sido asolado. Le habían quitado el agua al pez, decían los tenientes. Y él no quiso preguntar por su familia, porque le habían dicho que ahora pertenecía al glorioso ejército nacional, que viviría mientras viviera la República y esto era todo lo que él debía tener por familia y hogar. Que si había que renegar hasta de la nana, porque ésta estaba a favor de las ideas enemigas, pues así sería. Luego se enteró de que su mamá y su hermana menor se habían salvado de milagro. Habían sido evacuadas por un comité de solidaridad que de casualidad se encontraba por aquellos días en la zona. Se fueron para otro pueblo, donde no tenía cómo contactarlas, pero ellas tampoco quisieron volver a saber de él.

La televisión comenzó a sonar con estridencia. Luego, tras los chiflidos de varios internos, el volumen fue regulado. Era las doce del mediodía. El sol golpeaba las cabezas de los que, sudorosos y sin camisa, jugaban fútbol en el patio de cemento. La mayoría, sin embargo, prefería quedarse resguardada en la sombra del salón que servía de comedor. Él, sin embargo, miraba fijamente por la ventana.

Pronto las pesadillas se extendieron de las madrugadas a las horas diurnas y una vez, en pleno combate, estuvo a punto de volarle la cabeza a un capitán porque creyó ver que, bajo el uniforme camuflado, se ocultaba un extraterrestre guerrillero. Estuvieron a punto de darle de baja, pero se salvó porque en eso vino el cese de fuego. Lo que tanto habían oído, pero había pensado era una estrategia de guerra más, “las negociaciones”, como les llamaban, resultó que siempre sí eran ciertas. El alto mando militar se puso de acuerdo con el enemigo y se acabó la guerra. Les dieron las gracias a todos en una ceremonia a la que llegó hasta el Jefe del Estado Mayor, en representación del Ministro de la Defensa que no pudo asistir por encontrarse ocupado. Los hicieron desfilar por última vez, pronunciaron discursos en los que les reconocieron su valentía y los altos servicios prestados para defender la patria en uno de los momentos más críticos de su historia. El pueblo les habría de estar eternamente agradecido, dijeron. Les entregaron sus medallas y un cheque en concepto de indemnización, que equivalía a tres meses de sueldo y los dejaron parados en la puerta del cuartel con la incertidumbre de no saber qué hacer con el resto que les quedaba de vida.

Usted ha visto los androides en el cine, oyó que decía la televisión. En este reportaje le presentaremos a un androide real. Acusado de rebanarle el cuello a un hombre, fue detenido mientras llevaba al hombro una mochila dentro de la cual portaba la cabeza de su víctima. En declaraciones hechas a este medio, el imputado dijo ser un androide diplomático especializado en técnicas de seguridad militar, afirmó el presentador con la voz impostada, al tiempo que todos en el cuarto se echaron a reír. Él, sin embargo, no pudo escucharlos. Con la mirada perdida, oía cómo su madre lo llamaba a gritos y sonrió. A sus espaldas mil huacales hacían ruido al caer.


Vanessa Núñez Hándal
Vanessa Núñez Handal. Abogada, escritora, docente y editora salvadoreña, con estudios de maestría en ciencias políticas y literatura iberoamericana. Nacida en 1973 en El Salvador, reside actualmente en Guatemala. Ha publicado Los locos mueren de viejos (FyG Editores, 2008 y La Pereza, 2015), Dios tenía miedo (FyG Editores, 2011 y Editorial Piedrasanta, 2016), La caja de cuentos (libro objeto) (Alas de Barrilete, 2015), Espejos (Uruk Editores, 2015), Animales Interiores (en coautoría con Frida Larios, 2015), así como varios cuentos en diversas antologías y revistas de países tales como España, Francia, Alemania, Suiza, Estados Unidos, Colombia, Nicaragua, Costa Rica, El Salvador, Guatemala y México. Su obra ha sido traducida al francés, alemán e inglés.

Es columnista de la revista de análisis político Contrapoder (Guatemala).

Ha sido ponente invitada en la Universidad de Guadalajara, Universidad de Liverpool, Universidad del Valle de Managua, Universidad Rafael Landívar, Universidad de Tulane, Universidad de Loyola, Instituto Iberoamericano de Frankfurt, Instituto Cervantes de Berlín e Instituto Latinoamericano de Viena.

Actualmente coordina la iniciativa de Arte y Cultura para la Paz, tendiente a impulsar proyectos de prevención de violencia.


18/8/16

Letra espina - Vilma Vargas Robles



La poeta, Vilma Vargas Robles, nos ofrece su poemario "Letra espina" recién salido del horno por Ediciones Arboleda y comparte con todos y todas esta probadita...


Letra espina

Sospecho de todo, muerte,
también de mí hecha pan y mujer.
Sospecho del acto de escribir,
la poesía es un río de lodo y piedras, una avalancha.
Conozco el delirio de mostrarnos
                                    como una nueva obra de arte.
Me alejo, me escondo en los cerros,
                                          Y encuentro la letra-espina.
En el esqueleto de los peces negros del petróleo lloro
                                                                            lo último.
Hecha de huesitos de pájaro me atraviesa
                                                         la cuchilla del viento.
Mientras un presentador dice, noticiemos,
en el salón de los habituales,
huele nuestra barbarie,
lo que no hacemos,
el poema que no grita.
Enrosco mi lectura en un nicho de barro y tiempo.
En Puerto Príncipe, Haití,
en las babas del cólera de cada haitiano muerto:
no queda otro arte en vida posible.


Convocados a la mesa

Y estábamos todos convocados a la mesa.
Era la noche menos clara del año.
Época ya de la desmemoria,
Sentados uno frente al otro,
pasaba y pasaba nuestra existencia
ante un gentío de sordo parloteo.
Eran los días del nadie escucha a nadie;
embobados por las pantallas
donde creíamos vivir nosotros los humanos.


Las ceibas o el eterno presente

Al paso del crujido de los horcones,
conmigo llevo la casa de mis abuelos.

El tronco de la ceiba manda
a mis piernas su clorofila.

Papá tiene hoy el rostro más claro
y una lágrima ante el chiste de la tarde.

El trabajo termina antes del sol
y el calor cae con el viento.

La mañana nos devuelve el aire
a trescientos años de frente
y le pregunto al abuelo:
¿cómo no se ha muerto?,
al paso del crujido de los horcones

y a ras de tierra, la muerte pierde su aguijón


Vilma Vargas Robles nace en San José de Costa Rica el 4 de febrero de 1961. Pasa su infancia en Turrubares. Tiene estudios de sociología, derecho y literatura por la Universidad de Costa Rica. Ha publicado los libros, El fuego y la siesta (1983), Premio Centroamericano Juan Ramón Molina del Ministerio de Cultura de Honduras, El ojo de la cerradura (1993), publicación de la Editorial de la Universidad de Costa Rica, prólogo de Jorge Boccanera, y Quizá el mañana, también de la Editorial de la Universidad de Costa Rica. El fuego y la siesta se publica en Costa Rica en el año 2004, por primera vez en dicho país. Su obra ha sido publicada en las siguientes antologías: Voces indómitas o las poetas en Costa Rica. Selección, prólogo y notas de Sonia Marta Mora y Flora Ovares. Editorial Mujeres, Costa Rica, 1994. Sostener la palabra. Antología de poesía costarricense contemporánea. Compilador Adriano Corrales Arias. Co-edición Instituto Tecnológico de Costa Rica y Editorial Arboleda, San José Costa Rica, 1977. Lunada poética. Poesía costarricense actual. Compilada por Armando Rodríguez Ballesteros. Ediciones Andrómeda. Costa Rica, 2006.  Su obra ha sido publicada por diferentes revistas y páginas literarias internacionales en Internet. Entre ellas: Artepoética, Editorial Costa Rica, Letras de Uruguay, entre otras. Fue cofundadora de Casa Poesía en el 2002. Ha participado en algunos festivales y congresos de literatura y en diferentes encuentros literarios dentro y fuera del país, entre ellos: El primer Festival de Poesía Internacional de Granada, Nicaragua, 2005; Congreso de Escritoras y Escritores de Centro América de la Universidad Tecnológica de Panamá, 2005. En abril del 2006 participa en el Centro Cultural de España en Costa Rica en Una más de mujeres o unas mujeres de más. ¿El límite de género? Curaduría a cargo de Clara Astiasarán e Isabel López. En marzo del 2009 participa en el VI Congreso de Escritores Latinoamericano organizado por el Instituto Tecnológico de Costa Rica. Ha sido invitada al III Festival Internacional de Poesía, 2009, en São Paulo, Secretaría de la Cultura de São Paulo y de la UNESCO.


12/8/16

Javier Payeras - Próstata

José Luis Cuevas - Tinta china y acuarela sobre papel. 1980.

Javier Payeras, el destacado poeta y narrador guatemalteco nos visita por segunda vez en el Signo roto y nos regala un adelanto de su cuentario (de próxima publicación) "Frio":  una botana para ir saboreando el denso y delicado sabor de su obra. Provecho.


Próstata

Sabes poco de las mujeres porque nunca fuiste amado. Tu madre era obesa y se dedicaba a regañarte por tu delgadez. Te atiborraba de comida, ella cocinaba tan bien, pero eso no fue suficiente para retener a tu padre.

Tu padre era alcohólico como vos. Pero se largó a tiempo. Se hizo de otra familia y murió de infelicidad: Hepatitis C. Por alguna parte de tu álbum sale su cara de gusano amarillo. Una camisa blanca y una corbata. Nunca supiste a ciencia cierta si lo querías. Tu mamá de inmediato ponía una chuleta de puerco con zanahorias y un aderezo dulce.

Vacío, te sentís vacío. Un puerco cincuentón frente a una muchacha de diecinueve años que te mira. Es tu alumna, tu mejor alumna.  Te las das de interesante. Los jeans, la playera de cuello alto y ese saco de corduroy que para nada disimulan las babas sabias que escupís sobre el refresco de tamarindo.  Cuando tu alumna -pongamos que se llama Cecilia- dice que quiere leer tu novela, le decís que ya no tenés libros en disposición, que podés darle una fotocopia. Pensás firmársela, eyacularsela, lamersela. Cecilia abre sus hermosos ojos brillantes y se toma su copa de vino.

Hoy rechazás el vino. En el fondo te sentís como un cobarde que no puede con las resacas. Esas gomas malditas que te hacen llorar todo el día viendo History Channel. No te gusta Jaime Sabines porque su poesía es la puerca pocilga del pensamiento religioso hecho sentimiento amoroso, pero siempre lo leés y llorás. Chillás por tus exmujeres: “Todas esas putas que sólo querían pisto”. Ellas tampoco leyeron tu libro ni siquiera cuando acababa de salir ni asistieron a tus charlas acerca de periodismo literario. Se llevaron a tus hijos bien chiquitos porque vos publicitabas que eras un alcohólico, un perdido… sin embargo siempre tuviste un trabajo estable en la universidad. No te queda bien hablar de Bukowski o de Tom Waits o de Malcom Lowry… siempre viviste en colonias residenciales y tus mujeres te dejaron, nunca te atreviste a mandarlas al carajo, sepa Judas por qué.

Bonito carro tiene Cecilia. Un Mazda del año, vos andás a pie. Lo lindo de tu alumna es que te está viendo y siente muchísima admiración. Vos nada más encontrás un rastro de alma que ya no tiene eco en tu fracaso. Soledad de profesor y corrector de estilo. De lector de novedades editoriales. Cincuentaycincoaños. No lugar. El acto se terminó. La niña dijo Jodorowsky y se te puso tieso algo entre las piernas. El Topo-Santa Sangre-Fando y Liz. “Usted es tan culto”. Maldito borracho -pensás- tu consuelo son las botellas de vino en los cocteles y las niñas traviesas extremadamente cultas que te escuchan dar clases de periodismo y literatura. Puerca rehabilitación.

No hay nada en el cine. Tampoco querés irte a tomar un café a la librería, donde uno de esos muchachos arrogantes va a presentar el nuevo poemario de un ishto de 22 años. Ellos te robaron la juventud. Esos escritores ahora cuarentones que secuestraron la admiración de tus alumnas y que en tu cara te dijeron que Norman Mailer les pelaba absolutamente la verga. Hipócritas: en diez años serán igual de pusilánimes que vos, siempre y cuando no exista un Thomas Mann o un Soljenitsin entre ellos. De suceder tal fenómeno no leerías ni un párrafo de sus libros y no asistirás a sus lecturas. Quizá para ellos no sea gran cosa tu opinión (no tenés cuenta en Twitter), pero tu desprecio renacentista te hará sentir liberado de la chusma que comparte el oxígeno con vos.

*
*   *

En el departamento de Cecilia funciona tu psicoterapia. Llevás una hora lamiendo su clítoris y sentís el sabor ácido de la piel irritada. El condón se te cayó de nuevo. El Sildenafil no hace efecto inmediato y ves esa piel limpia, firme, hermosa, de pechos maravillosos y ese rostro que quisieras hacer gemir. Pero el miembro, el pene, la verga… no se te para.

Ella te hace sexo oral, te acaricia, pero de inmediato pasa la imagen de tu mamá entregándote sus chuletas ahumadas y la foto de tu padre –gerente de una importadora de bicicletas- y se te va al carajo la erección. Lloras adentro. Lloras en la vulva de Cecilia. Lloras porque ni tu destreza para hablar de Ingmar Bergman ni tu conocimiento acerca de los Beats o de la literatura de la Onda pueden hacer que la brillante periodista en ciernes se vuelva loca de placer.

La borrachera del sábado. Allí buscaste acostarte con la esposa de tu mejor amigo, que cuando estás en tus cinco te parece una aburrida y añosa feminazi. Entonces sí estabas hold. Hoy desnudo no tenés trucos. Te ves en el espejo: calvo, flaco de piernas, redondo de panza, sin nalgas, con un archipiélago de pelos que llamás barba trostkista… sólo querés morirte viendo a Cecilia –lo más hermoso que te ha pasado en años- y querés morir viendo su hermoso rostro. Tan brillante. Tan complaciente fingiendo orgasmos. Vos, el cunnilingüista doctorado y condescendiente.

Viene el arrullo de las olas. Los grandes sonidos de las olas en los tsunamis. Las fotografías que dejaron tus tontas mujeres materialistas y hoy radicales militantes de Sex & The City. Vos, crucificado entre la universidad y la novela que alguna vez publicaste. Vos, esperando que entre alguna joven promesa literaria y te pegue un balazo.  Un plomazo justo en medio de las cejas y te deje su obra maestra y se lleve a tu Cecilia, tu hermosa Cecilia faro de tu soledad. Conclusión de tus novelas fallidas y de tu erudición poco apreciada. Tu libro sin erratas. La deliciosa estrella de tus noches de porno en la Internet. Pero el olor de la comida que nunca devoraste y de la orina café de tu papá moribundo es lo único que te surge adentro.

La resaca de vivir. La culpa de no haber vivido. De no haber bebido lo suficiente.  De no haber escrito lo suficiente. De no haber sido nada. Como narrador de esta historia me gustaría que te suicidaras lanzándote al puente del Incienso un par de días después de haber estado con Cecilia, pero la verdad me da pereza imaginarlo. Digamos que seguiste yendo a la Universidad hasta que te echaron y luego moriste interno en un asilo de ancianos. Pero no: el Cáncer de Próstata llegó a los sesenta recién cumplidos.


12 – V – 2015  Ciudad de Guatemala.


Javier Payeras
Javier Payeras. Narrador, poeta y ensayista. Ha publicado: Fondo para Disco de John Zorn (Diarios, 2013), Imágenes para un View-Master (antología de narrativa, 2013), Déjate Caer (poesía, 2012), Limbo (novela, 2011), La Resignación y la Asfixia (poesía, 2011), Post-its de luz sucia (poesía, 2009), Días Amarillos (novela, 2009), Lecturas Menores (ensayo, 2007), Afuera (novela, 2006, 2013), Ruido de Fondo (novela 2003, 2007), Soledad brother (2003, 2011, 2012, adaptación al teatro a cargo de Luis Carlos Pineda y Josué Sotomayor, 2013), (...) y otros relatos breves (2000,2012), Raktas (2000,2013). Es antologador de Microfé: Poesía Guatemalteca Contemporánea (2012). Su trabajo ha sido incluido en revistas y antologías en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos. Escribe en el blog el intruso y en la columna de opinión «El Intruso» en el diario Siglo 21 en Guatemala.




5/8/16

Diego Van Der Laat - Reparticiones





Diego Van Der Laat, comparte una muestra de su cuentario "Reparticiones" premio nacional Aquileo Echeverría en la rama de cuento 2015. El cual en palabras de Luis Chaves “Los textos de Reparticiones se parecen mucho a lo que un lector quiere leer, pasan las páginas, se va corriendo del eje y el lector se da cuenta de que la idea de van der Laat era otra, y era mejor¨(….) Y por si fuera poco, amalgama la colección con unos textos intermedios que, sin temor a exagerar, son los que le meten radioactividad al libro. Lo que sería una muestra notable de relatos se convierte, gracias a ese gesto original e irrepetible, en un libro para releer.” Y complementa Carla Pravisani “Los cuentos de Diego van der Laat se respiran en una atmósfera en la que escasea el oxígeno. Apelan al instinto de supervivencia, a la maldad de la desidia, a las pesadillas de infancia. Difícil no palpar estas historias conectadas por vestigios. Difícil no proyectarse como un protagonista sofocado en el día más caluroso del año. Cada tanto las peores angustias se disfrazan de rutina." Queda ahora en el lector asumir el desafío.



Domingo 11:15 p.m.  Sobre la ceniza y escrito con un dedo hay dos letras: una te de tumba y una ce de cobre, el resto no lo supimos deletrear.
En la cubierta, vestido de blanco, el sargento de la viga está sentado sobre los clavadores, tiene el cárcamo hundido y los pómulos rotos, el pobre.
Pusimos rejas y púas, tendimos la trampa y la ropa. Entre los calzoncillos y las medias estaba el anzuelo, la carnada. No seamos idiotas, de qué servía tanto picaporte y tanta aldaba si al lobo ya lo teníamos viviendo adentro.


Reparticiones

Se estacionan afuera del almacén, en uno de esos parqueos descomunales, una gran extensión de asfalto que, a las once de la mañana, vibra bajo el sol. Después, ya separados, escucharán la inútil estadística de que ese ha sido el día más caliente de los últimos diez años.
Cuando se bajan del automóvil ella continúa gritando. Él se aleja del carro rápidamente, como queriendo escapar de la pelea; pero ella, decidida a decirle las cosas que piensa, lo sigue.
 —¿Me va a escuchar o ni siquiera, grandísimo aculón?
Esto se repite varias veces mientras atraviesan las hileras de carros parqueados y las filas rotas de carritos del supermercado. Al fondo, detrás de la malla del estacionamiento, los árboles sofocados y quietos, inmóviles.
Pasan el umbral de la tienda y ella siente la cortina de aire acondicionado golpearla suavemente de frente. Se deja envolver por el frío y esto le calma un poco los ánimos. Se siente mejor.
—Aquí no, más tarde —le dice él y empuja el carrito de las compras.
—Siempre más tarde —dice ella mientras mete de golpe bolsas y paquetes.
—Yo no quiero que el niño crezca viéndonos pelear todo el tiempo —dice él.
Ella va y viene tirando latas de sopa y de atún. Cabizbajo él empuja hacia el frente, intenta no hacer una escena ahí, en público.
—Sos un gallina —le dice ella—. No quiero que mi hijo crezca viéndote y que termine pareciéndose a un gallina. Sos tan poco hombre, tan poca cosa.
Él la toma del brazo y la aprieta con toda su fuerza y, hablando entre dientes, se le acerca al oído.
—Esto se acabó, me oíste, hacé silencio.
Ella tira con todo su peso hacia atrás.
—Entonces, maricón… ¿me va a pegar? —grita y luego se ríe—Sí, claro —termina diciendo—. Nos separamos y vos te largás, yo me quedo con la casa, vos te largás, ¿oíste?
 —Si me voy, me llevo al niño —dice él.
—Solo vos sabés, pendejo, solo vos sabés. El niño se queda conmigo, en la casa y vos te largás, ¿me oíste?
Ella mete más cosas en el carrito, lo hace mecánicamente, de mala gana. Se miran con odio mientras atraviesan y se devuelven por los pasillos en un zig-zag de insultos y malas caras. Al llegar a la caja él coloca todo sobre la banda y paga la cuenta. Y como queriendo demostrar que es más fuerte que ella, toma todas las bolsas y al hacerlo la golpea con una.
—¡Tené cuidado, hijo de puta! —le grita ella.
El cajero los mira incómodo. Ambos salen al sol aplastante del medio día.
—¿Y el niño? —pregunta ella.
Entonces se miran. Él suelta las bolsas y corre hacia el automóvil. Ella lo sigue por la inmensa llanura del parqueo sintiendo cómo se le derriten las suelas de los zapatos. Detrás de la malla del estacionamiento permanecen los árboles sofocados y quietos, al fondo un cielo azul cada vez más oscuro. Él ve el automóvil y el espejismo del vapor sobre las latas, sobre el asfalto. Al abrir la puerta, un vaho hirviendo le golpea la cara.

***

Domingo 11:33 p.m. Reciclamos en casa. Sí. Separamos las latas, el vidrio, los plásticos. Las cosas orgánicas las enterramos al lado de varias generaciones de perros muertos.
Lavamos todo y lo metemos en bolsas que tienen distintos colores: blancas para esto, azules para lo otro, yo ni sé.
Luego lo transportamos kilómetros hasta un pueblo más sofisticado, lugar en el que (supongo-espero) lo reciclan o lo mezclan de nuevo en sus camiones, quién sabe.
Tengo que confesar, sin miedo pero con algo de vergüenza, que a veces ciertas malas noches, me produce un extraño y oscuro placer tirar una buena lata de leche condensada (ojalá bien untada) en el basurero regular, sí, ese que huele a bolsa plástica verde-limón y escondo la evidencia detrás de dos o tres cosas para que M. no la vea.
Luego en piyamas sonrío de lado. Malévolo y de nuevo adolescente camino hacia el cuarto a dormir, tranquilo y en paz, porque por un segundo me saco de encima esa inútil sensación de que podemos salvar a un planeta que se jodió mucho antes de la invención del aluminio o el tetrabrik.


Gingers

Diego Van Der Laat
La luz del supermercado es alta y blanca, de los parlantes sale la voz de Connie Francis, Linda muchachita, tu estás pensando siempre en su cariño, y eso le gusta tanto como a un niño, jugar en un jardín. La canción avanza por los pasillos, como si saliera de un ascensor en 1968.
La niña le dice algo al oído a su mamá pero ella responde que no, que en casa no se van a comer esas cochinadas. Y le deja claro que ya hablamos de esto. La niña pelirroja mira a su madre. Caminan con una canasta por los pasillos del supermercado. Al lado de la canasta avanza un hombre que es su padre y que también es pelirrojo. No se sabe exactamente el porcentaje de pelirrojos en el mundo, pero él una vez leyó que era sin duda menor al 1% de la población. Él acaba de salir del trabajo, es analista de riesgo. Lleva un pantalón caqui, una camisa blanca y de su cuello cuelga un gafete y una llave maya. Se ve cansado, se le nota que arrastra el día encima. La niña tiene nueve años y es pelirroja como él. Ese es el regalo de su padre. Eso y la horrible estadística de tener diez veces más probabilidad de sufrir cáncer de piel.
Van por la mitad del pasillo tres cuando, justo al fondo, cerca de la pescadería, otra mujer cruza transversalmente las filas de góndolas y detrás suyo le sigue un niño de unos cuatro años que estira su mano y con el dedo señala al hombre, le sonríe.
 —¡Papá! —le dice ondeando al aire sus colochos anaranjados.
La frase cruza el silencio como la voz de Connie Francis.
La madre que ya ha salido del encuadre que le hacen los dos pasillos, se devuelve dos pasos, mira al hombre, la mira a ella, mira a la niña y, tomando al pelirrojo pequeño de un brazo lo jala con fuerza, sacándolo de escena.
Suena el ducto del aire acondicionado inflarse bajo la cubierta del galerón. Ni la luz fluorescente parpadea. La música se escucha un poco más lejos que antes. Linda muchachita… pide la luna, pide las estrellas.
Las latas de atún a la derecha, a la izquierda los productos plásticos, al fondo la pescadería.
La mujer mira a su marido. El hombre siente que le falta el aire, tiene las manos dormidas y el corazón en la boca. Escucha desde adentro de un vaso lleno de agua. Las rodillas podrían fallarle, empalidece. Le gustaría devolver el tiempo, o adelantarlo, y que esa sensación pase. Piensa que se ha multiplicado el impacto por la probabilidad, eso es todo, entonces tendrá como resultado el valor del riesgo. Ha hecho esto en su trabajo tantas veces, pero ahora no hay nada que hacer más que ser profesional y administrar las consecuencias.
—¿Quién era esa mujer, Marcos? —pregunta ella—. Te dije, Marcos, ¿quiénes eran ellos?
—¿Quiénes eran quiénes?  —pregunta Marcos como si acabara de despertarse.
—Ellos —señala el encuadre ahora vacío. ¿Quiénes eran?
Marcos, inmutado por lo inevitable, por lo que ha soñado tantas veces que podía pasar y pasó, no responde. Ella espera alguna reacción que él no tiene, ni tendrá.
Entonces ella comienza a caminar a mayor velocidad hacia la pescadería al final del pasillo, Linda muchachita ve que te espera a la luz del día, para que hablen, juntos de tu vida y tu luna de miel. Termina corriendo. Para él, la música se hace grave, lenta. Lon do mo cho chotooo vo quo to osporo.
Cuando da la vuelta por los productos plásticos ella descubre que la otra mujer y el niño ya han atravesado la tienda hasta las cajas y se acercan a la salida. El niño no logra mantener el ritmo que su madre le obliga a llevar. Arrastra los pies de cuando en cuando, su pelo arremete contra el aire, le hace daño. Cerca de las puertas la mujer mira hacia atrás y abandona su canasta en el piso cuando ve que vienen tras ella.
—¡Espere! —le gritan desde el pasillo— Por favor, espere…
 Una señora mayor, vestida de fieltro verde los mira pasar y le molesta la manera con la que tiran del niño.
Madre e hijo huyen del supermercado. La mujer los persigue.
Cuando logra alcanzarlos, la otra ya ha encendido el motor y echa marcha atrás sobre el asfalto. A cierta distancia se miran a los ojos, las dos los tienen rojos.
—¿Usted quién es?  —grita la mujer desde la acera. —¿Ustedes quiénes son? Ese niño… ¡Ese niño!
El niño la mira desde la ventana, está rojo, parece un monstruo. Hace calor, mucho calor. La mujer desde el carro, al salir a la calle, saca la mano por la ventana y levanta hacia el cielo el dedo del medio, con fuerza. El auto chilla al golpear la calle y está cerca de golpear otro carro que se aproxima.
La mujer se hinca bruscamente, se lleva las manos a la cara y comienza a llorar. ¿Quiénes son? —dice más bajito. ¿Quiénes son? Y conforme más lo repite se pierde la pregunta y sobrevive un quiénes son, quiénes son, plano y sin fuerza. Arquea el pecho sin poder controlarlo, su espalda vibra y le brota sangre de las rodillas por el golpe contra la acera. Una pareja que entra en el supermercado la mira por un momento y luego sigue sin prestarle atención.
Cada vez que las puertas eléctricas se abren, de tanto en tanto, dejan salir en espasmos el aire frío y se escucha la voz radiante de Connie Francis, Linda muchachita, tu estás pensando siempre en su cariño, y eso le gusta tanto como a un niño, jugar en un jardín.


***

Lunes 3:53 a.m. Un haz de luz ilumina los pliegues del piso de tierra y por las hendijas, entre la madera, el viento deja entrar el olor de los caballos quemándose vivos. Los animales relinchan detrás del humo de un establo que se enciende en mitad de la noche. Al asomarme por la ventana de la casa veo grandes lenguas de fuego subir por el techo y me maravillo viendo como estas se despuntan en chispas que circulan el cielo en grandes espirales. Bajo varios niveles y al salir corro a través de un pastizal que está cubierto de nieve. El blanco se extiende por el valle en dirección al río que en esta época está congelado. Lleno mis pulmones de aire frío. A esa hora (está por amanecer) el paisaje me parece muy bonito. Avanzo hacia la nave en llamas y con mucho esfuerzo logro quitar la barra de madera que entraba las puertas del galpón. Una a una abro las cuadras y veo la multitud de caballos salir espantados prendidos en fuego, van quemándose vivos y dejan a su paso una estela de luz que al alejarse se convierte en humo negro.  Algunos animales, con su crines encendidas logran subir la ladera y se pierden detrás del monte, otros caen al suelo ahí mismo y tardan un rato encendidos, apagándose y retorciéndose, con la carne viva y roja como una brasa.  Humean mientras manchan la nieve, derritiéndose. Más que el olor, lo que queda es el siseo continuo e inarticulado de lo que se apaga de a poco y lentamente. Todo vibra con la luz amarillenta de los caballos de fuego que salen de la inmensa pira funeraria y se pierden en el blanco del paisaje.

Me despierta el himno, luego el fin de la transmisión: las hormigas.