6/6/12

Alexánder Obando - El escritor puente VII

Una vez que nos referimos a EMVP desde la Transgreción, ahora intentaremos un lectura de este desde el punto de vista de un Texto Sagrado comenzando por su Primer Movimiento.


7. El Más Violento Paraíso – Una Lectura

Bahía de Sinus Iridum
¿Qué son los textos sagrados, sin importar su redacción final y residencia cultural o  geográfica? Por textos sagrados me refiero a los textos budistas, confucianos, taoístas, cristianos, védicos, musulmanes, zoroástricos, etc., refirámonos al más familiar para nosotros, ¿Qué es a fin de cuentas la Biblia cristiana? En primer lugar la Biblia es tradición oral, la cual se comenzó a recoger de manera escrita en los comienzos de la monarquía davídica hasta entrado el siglo tercero de nuestra era, o sea que tomó poco más de mil años para tener la forma que conocemos. Recoge las preocupaciones inmediatas de multitud de autores y comunidades de toda época y condición, la suma da como resultado un libro heterogéneo, ecléctico y divergente. Heterogéneo por su misma composición a lo largo del tiempo, ecléctico por su diversidad compositiva, encontramos mito, historia, poesía, filosofía, y divergente en sus contradicciones internas, en los énfasis de unos autores y por las circunstancias que los motivaron. Todo esfuerzo por armonizarla es inútil, todo en ella es caos y arbitrariedad y en ello reside su gran riqueza y belleza, igual ocurre con el Más Violento Paraíso, texto sagrado, compuesto por diversidad de autores a lo largo de los siglos y cuyo único punto de convergencia es Dionisos, como en la Biblia lo es Javhé.

En lugar de un nuevo y un viejo testamento, tiene un intermedio y dos movimientos, en lugar de mostrar una progresión cronológica, prefiere la simultaneidad y concatenación, siendo así, todo tiempo parece presente, toda génesis implica aniquilación escatológica y renacimiento, bebe de diversas tradiciones, pues las considera tan legítimas como ella misma.

A manera de recurso ordenador y precario temporal podemos dividirla en tres momentos: El mítico, que es intemporal y por eso el más sólido, porque es capaz de recorrer la historia transversalmente y le da sentido; el Pasado, que es nuestro presente y buena parte de nuestro futuro y El Presente, que es para nosotros un futuro todavía más distante en que el Traductor redacta y recopila los textos de EMVP. El otro criterio ordenador es desde el carácter del relato: Mítico, que da sentido, Escatológico que hace referencia a los últimos tiempos, Cultual que se refiere al culto dionisiaco y Redaccional que da curso a la composición y las visiones de Traductor, este recurso ordenador también es precario y sus fronteras difusas.

Comienza el primer movimiento[1].

El Relato Mítico

Iluminaciones[2], En el principio fue Eurínome, la Gran Creadora que parió a Eros-Dionisos, la Revelación y el primero de los grandes dioses, pero llegó el tiempo de los hombres, el emblema de poder de la Madre Creadora pasó a manos de Urano (Cap.1),  los dioses se sortearon las diferentes comarcas de la tierra, a Neptuno le correspondería la Atlántida (Cap.5) y el culto a Dionisos se desarrollará sutil y disperso en la historia de la humanidad, hasta la Luna Roja y última fundación de Bizancio, símbolo y residencia de la Señora del Laberinto (Eurínome) y su hijo estelar (Dionisos)(Cap.9) Testimonios del culto a Dionisos es la vendimia relatada por Ampelos[3] (Cap.17), La vendimia dedicada a Dionisos Ampelos.

Constantinopla (Cap.6) O Bizancio, ciudad sagrada y Casa de Dionisos. Muy pocos comprendieron como Mehmet II[4], Krys y el Traductor, que Constantinopla era una amante, y para poder poseerla, “era indispensable estar profundamente enamorado de ella”, para alcanzar al dios, es preciso la mediación del amor.

Entre las fundaciones y refundaciones de la residencia de la Señora del Laberinto, Constantinopla (Cap.21) fue una y sus moradores “los bibliotecarios del género humano” y en sorna también, la ciudad de las “querellas bizantinas”, como aquella sobre ¿qué le ocurría a una mosca al caer en una pila bautismal, el agua bendita se contamina o se bendice la mosca? Por esta frivolidad, “fueron causa de muchas herejías y discordias religiosas, tanto que se ha llamado al Imperio Bizantino “cuna de todos los errores”. Así, la ciudad que ha sido muchas ciudades y madre de ciudades, (Cap. 25) (Babilonia, Atlántida-Knossos, Jerusalén-Babilonia, Atenas-Roma) la Gran Perra, Constantinópolis, desde donde Dionisos Gálatas, el monje de claustro comprende que en medio de la destrucción, la persecución y la muerte, habrá de reunirse con “Dionisos, el Cristo resucitado quien habita en la Ciudad Junto a las Estrellas”[5]

Sinus Iridum


El Relato Redaccional.

Mar de las Lluvias[6] (Cap.2) Estamos en el momento mismo de la redacción de EMVP. Y es como si la casa de mi Madre se hubiera convertido en una cueva de ladrones, en un laberinto que se derrumba para mostrar lo que queda de un antiguo templo, donde habita el Traductor, o mejor dicho, el que recoge los textos sagrados que componen EMVP, entonces comienza la epifanía, se le muestra Dionisos en forma de un niño: José Antonio, que a cambio de una pequeña ofrenda le permitirá hacer el amor una vez con él – “¿Cómo que una vez?” – Reclamará el Traductor – “Se hace el amor las veces que sea necesario.. Y además, no te voy a hacer el amor, ¿oís? VAMOS hacer el amor vos y yo. Los dos juntos. Si no, no hay trato”, pero no es sencillo hacer tratos con un dios o imponerle condiciones, la doméstica realidad le muestra enseguida al Traductor que no es de humanos comulgar con dioses, que su fidelidad tiene límites, por eso la magnanimidad del dios, que todo lo que da es por gracia: “Yo sentí que me asfixiaba suavemente en sus labios” “No íbamos hacer el amor pero el calor de su cuerpo contra el mío amortiguaba muy bien el crujir de los tablones en alta mar”.[7]

El Idiota (Cap.3) ¿El Traductor? Lee Dionisos, impasible, las trasmutaciones, su siervo no llora.

Sinus Roris[8]. (Cap.10) Nos ofrece dos claves, la primera tiene que ver con la corporeidad del amor a través del encuentro sexual, incluso la mediación onanista como posibilidad de redimir a una cultura, “una raza que no sabe hacer el amor, solía decir, está condenada a la bulimia del decoro. Por eso sus dedos exploraban cada vez más hondo, porque quería hacer el amor por todas aquellas inglesitas pelirrojas de quienes no sabía nada pero entendía todo”, y la segunda clave anticipa la refundación de Bizancio, por parte de Krys “Si tuviera que fundar una nueva ciudad – dijo finalmente – sería sobre las ruinas de otra ya muerta. No existe en el mundo tierra más fértil que la de un cementerio”. Eis ten Polin[9]. (Cap.12) Krys parte hacia Istambul[10] para inspirarse en la ciudad que sueña fundar, descubre que “la ciudad tenía el cambio como norma de existencia y de supervivencia [….] no importaba tampoco que ella como cualquier coqueta, se cambiara de nombre cada vez que tuviera un nuevo pretendiente” es de esas ciudades que “ya no pueden envejecer más porque tienen juntas todos los años del mundo: pero sí se pueden negar a desaparecer como ya desaparecieron los pueblos que las engendraron [….] Krys meditó [….] comprendió al fin que su nueva ciudad, la gran gestación de Sinus Iridum, tendría que tener más que una fortuita semejanza con la ciudad de Bizancio.”

Las visiones surgen de El Esquifo. (Cap.18) Sinus Iridum, aún para el más recalcitrante de los fundamentalistas, “no es lo peor que puede hacer un ser humano, pero sí se le acerca mucho.” De hecho no es muy diferente esta base lunar de nuestro mundo terrestre, y hasta quiere emularlo en todos sus detalles, con playas y palmeras inclusive, con predicadores escatológicos, televisión enajenante, segregación cultural y étnica. Es el mundo de Diego, La Gata (Kat), Tabaré, Diana y Anúsit (el andrógeno, como Dionisos) adolescentes promiscuos de un placer sadomasoquista que buscan una y otra vez en los senso-clubs y en el esquifo, antes que el gobierno de la Colonia al cumplir los 16 años los llame a cuentas. El esquifo es una droga legal, y por lo mismo, bajo la más burocrática regulación, inventada por los italianos, es un derivado del orgón, “el color plateado del esquifo era fascinante. Todos caían estupefactos ante su belleza aún antes de consumirlo. Era una coca mágica, una marihuana que entraba por los poros y luego cuadruplicaba su energía como un dinamo de placer, una sensación solo sentida antes en el senso-club [….] el nombre que lleva fue puesto por sus detractores[11] y no por aquellas autoridades en el campo que la han llegado a considerar “la droga de la sabiduría”. Esto se debe al inusitado descubrimiento de una de sus propiedades más extraordinarias. Combinada con una dosis de vida sexual saludable, es decir, producción abundante de orgón, y baños de sol regulares (dentro de los límites adecuados), el usuario de esquifo podrá desarrollar dentro del término de un año un sensible aumento de su percepción, digamos, extrasensorial”. Por eso es también la fuente de la inspiración que Traductor recibe al momento de redactar.

Noche en el Senso-club. (Cap.11) y si el esquifo nos hace telépatas y premonitores, los senso-club son portales que nos hablan del tiempo perdido; había una vez un mundo sin amor, desde el que todos los recuerdos sólo podían mezclarse, convertirse en una onda concéntrica repartida por la vastedad, quienes la recogieran, deshabitados, confundidos entre su placer y soledad se perderían en ella, “Pero algo había de malo: la señal del pasado solo se captaba fuertemente si la experiencia vivida por el sujeto era intensa, algo como el miedo, el terror o la extrema excitación”.[12]


El Relato Escatológico

Luna Roja (Cap.4) Es el fin, o una visión de un moribundo, de uno que no amanecerá y contempla la Luna Roja que se aproxima a la tierra y que huye sin destino, la visión es un ejército de muertos que se llevan todo, los signos celestes revelan todo: “la luna en la distancia. Seguía brillando entre las nubes pero ahora estaba totalmente roja. Hacia el norte de la esfera, a la izquierda del Mar de las Lluvias, se veía una zona más roja que las demás. Parecía un mar púrpura sobre un desierto rojo. Buscó otros astros en el cielo y solo encontró a Marte, pero algo le había pasado. El planeta estaba pálido y desvaído, exprimido de todo color por la luna guerrera”.[13] Al mismo tiempo, desde la Luna El Viaje a Bizancio (Cap.26) Nikki y los suyos han encontrado un portal, un lugar que solo existe en el momento de la destrucción, todos contemplan las visiones de otros tiempos y lugares, la glosolalia como un don funesto brota de cada personaje. Las medidas son eugenésicas y absurdas, ni la ciencia y ni los cultos antiguos o nuevos como los Uranitas son pasajes a la salvación. Ante la devastación Inti  exclama: “No entiendo nada – dijo – no se trata de eso – respondió Yiorgos calladamente. Inti los abrazó a ambos más fuertemente. La Tierra misma ya empezaba a explotar. – Se ve como una gran vagina – dijo alguien… Y luego, no se escuchó más su voz”.[14]


El Relato Cultual

Terpsícore[15]. (Cap.7) Tomados por la musa, los acólitos de Dionisos, son iniciados en el culto y la adoración del dios “Se que ellos de verdad vienen porque percibo hasta en el olfato sus cuerpos sudorosos durante nuestro amor… el amor que ahora practico en mi danza para demostrarme que he aprendido”. Y en clave sincrética. Dionisos se muestra como Nataraya[16] (Cap.8), porque no es lo mismo adorar con la danza al dios, y cuando éste danza en su torbellino destructor “comencé a sentir que no era convidado al rito de la danza y el dolor. Tal vez no era digno de ello, o no estaba preparado como el cordero cuyo esqueleto entremasticado ahora yacía casi a mis pies”, y en efecto no lo estaba, por que el convite del dios no es la aniquilación, sino el renacer que todo hecho escatológico implica “Y fue ahí, en el mismo instante en que la flecha silbaba hacia mi pecho, cuando vi un rayo de sol asomarse por entre las nubes.”

La Guadaña de Plata.[17] Endi (Endimión)[18] regido por la Luna es el hijo de una mujer violada, y a su vez él es el violador de O’nix, su destino es morir decapitado, su última visión es “… siento el olor de zacate cerca de mí y veo más allá a mi cuerpo bailando tembloroso sobre la luna… una espesa masa blancuzca me va cubriendo los ojos que parpadean frenéticos en todas direcciones, pero la imagen de mi padre, en plena oscuridad, me va tranquilizando poco a poco…” donde se sugiere la doble paternidad de Endi, la del padre guerrero violador y la de Dionisos verdadero progenitor, y cuya comunión se da mediante el rito de la danza igual que en Terpsícore y en Nataraya. Algo semejante ocurre con aquellos ángeles, “los verdaderos inmortales, mudando de residencia cada vez que el corazón humano cambia de ciudad y domicilio” desde Roma hasta las orillas del Bósforo, Raphaella, Lilith, Bagoas, Ampelos, Azrael, Cassiel, todos ellos que anhelan el día en que se vuelvan a reunir y bailaremos aquello que tanto hemos practicado, y comprenderemos que los que nos perseguían sigilosamente, aquellos que comían las sobras de nuestra mesa, también eran nuestros guardianes” en Das Lied von der Nach[19] (Cap. 23), o la estatua en el Portal de la Luna El Viaje a Bizancio (Cap.25). “era un conjunto de tres bailarines, dos muchachos y una muchacha, que bailaban entralazados”.

Un Descendiente de Manasés, 272 A.C.[20] (Cap.15) El Manuscrito apócrifo de Ashdod[21] relata el sincretismo religioso de los hebreos durante el periodo monárquico, y como Javit[22], ofrecido en sacrificio a Baal, se encarnará en los ángeles de Baal para vengar a sus enemigos, sus marcas serán como las de de los niños en el Arte Espagírica (Cap. 24) Aquella que consiste en la extracción de esencias de metales y plantas para infusionarlas y mediante ritos convocar poderes capaces de persuadir la voluntad y atraer desde el amor hasta la vitalidad de otros y que se vuelve música de fondo entre el despertar de un monstruo y su claustro exigido, o bien inversión de sentido, un Anti Dionisos, su rostro oscuro, el Minotauro devorador de vírgenes, el Sistema, sus instituciones, sus mandatos, sus prescripciones encarnadas en la figura del Mariscal Gilles de Rais; si Dionisos es el liberador, Gilles por el contrario es todos los poderes de la tierra, Iglesia, Monarquía y Burguesía emergente[23], el giro de significación cobra sentido con el escarnecimiento de los niños “los padres de familia fustigan con el látigo las espaldas de sus hijos. Las marcas deben ser grandes y profundas. No se debe permitir que desaparezcan pronto. Los niños deben tener un recuerdo imperecedero de la tarde en que fue estrangulado y quemado el Mariscal de Francia Gilles de Raís, su verdugo implacable”.

Pavel y los lobos. (Cap.16) Las sesiones en el Senso Club no distinguen cronológicamente entre un evento y otro, hasta pueden confundirse y mezclarse, y así, la intensa tristeza de Pabel y la tentación de Minos[24] por sacrificar al Minotauro a su tío Poseidón se juntan y así quedan escritas por el Traductor. Igual ocurre con Wörter und illuminationen[25]. (Cap.19)  Durante la noche de La Gata de Asurbanipal. (Cap.20) cuando todos los gatos lucharon contra todos los gatos hasta la aniquilación, Michel de Nostra Dame[26] mira en el rostro de Krys “la Constructora haciendo sus planes de vastedad sobre las aguas de una cisterna, “para que todo funcione bien, la ciudad debe ser altamente maleable, capaz de transformarse con cada ocasión para que ella, la ciudad que va a conformar una cultura, pueda moldear a la misma vez que ser moldeada. Una ciudad protagonista sin límites como el sueño cuando abstraemos en sus recuerdos, una ciudad que no tenga fronteras para que sus fronteras estén en todas partes y en las mentes de todos y cada uno de sus habitantes” son las aguas que le mostrarán a Michel a Bruckner a Herodoto el sueño de la Constructora como si fuera la Novena de Bruckner, por eso desfilaran las ciudades míticas, las falsas y las verdaderas, como la Crocodilópolis[27], Venecia y otros laberintos, porque “muchas cosas que el hombre moderno ha hecho parecerán laberintos a los arqueólogos de las generaciones futuras, porque hay estructuras, como los sótanos del Coliseo Romano, los intrincados pasillos catacumbas justo debajo de San Pedro, o el plano de Venecia, que parecen haber sido construidos para nunca salir de ellos [….] porque el hombre solo ha sabido construirse laberintos”. Y sobre las aguas flotan, flotaron, flotarán los cuerpos descompuestos de Gustav Mahler, Gustav Aschenbach y un muchacho polaco, y llegarán hasta la isla de Knossos, hasta el laberinto del semidiós, y alrededor de Krys los bailarines danzarán sabiendo que es la Constructora, la preservadora de recuerdos más allá de la memoria, esa danza inspirada por Terpsícore, la danza destructora de Nataraya, es la danza del cuerpo decapitado de Endi, “para espantar las alimañas del tiempo que todo se lo tragan, que todo lo hunden en la desmemoria como si no reocurriese constantemente. Bailan para preservar lo que no cesa, tal como ellos nunca han cesado de escribir en la oscuridad de un cubículo de conservatorio, como nunca han cesado de flotar en las aguas del canal Maggiore, como nunca han cesado de leer , una y otra vez infinitas versiones de lo mismo en diferentes idiomas”. En el momento que Traductor escribe, interpreta, transcribe a un tiempo, en un solo tiempo todas las visiones; inclusive, las visiones descritas en los pliegues del escroto de Alejandro Magno, las de Verónica y sus amantes obsesivos que ella misma ha inventado en sus sesiones de Realidad Total en Música en la Morgue (Cap. 22).



[1] Está de más decir que a partir de aquí, las notas y comentarios serán más claros y evidentes en compañía del texto original o posterior a su lectura.
[2] El capítulo 1 de Iluminaciones, se atribuye a los Fragmentos Órficos, posiblemente se trate del Papiro de Derveni, del cual solo se conserva un fragmento y que es atribuido a Orfeo por los órficos. Los capítulos 5 y 13, de Iluminaciones corresponden a Critias o de la Atlántida del que también solamente se conserva un fragmento. En ambos casos está presente el recurso de la seudonimia, así que los fragmentos perdidos, que son los que se transcriben EMVP si bien son atribuidos a un dios y a un maestro, en realidad están escritos por el Traductor. La seudonimia es frecuente en la historia, así se puede constatar con Moisés, Sócrates, Confucio, Isaías, Jesús, Pablo y diversidad de ejemplos, las palabras que se atribuyen a un “maestro” son en realidad la continuidad de su pensamiento en sus seguidores y comunidades. Es el “magister dixit” Ver Borges, Jorge Luis. El Libro (conferencia) 1978. 
[3] Copero del rey, posiblemente de Minos en Creta, se siente afortunado de su nombre Ampelos, quien fue un sátiro que tuvo amores con Dionisos y que murió de una cornada, por lo que el dios lo convierte en vid y de su sangre libó el vino, de ahí que la danza sea en homenaje a Dionisos en remembranza de su amante.
[4] Mehmed II Fatih, el Conquistador, (1432 - 1481) hijo de Murad II. Fue el séptimo sultán de la casa de Osman. En 1453 tomó Constantinopla, provocando la caída final del Imperio Bizantino.
[5] Es evidente el sincretismo del culto Dionisiaco.
[6] O bien “Mare Imbrium”, es el segundo mayor mar lunar, al noroeste se encuentra la Bahía de Sinus Iridum, posiblemente esta sea la ubicación geográfica desde donde se redacta el EMVP.
[7] Es curioso notar cómo el primer capítulo de EMVP, hace referencia al comienzo del tiempo, a la creación, y en el siguiente capítulo el Mar de las Lluvias, se ubica en el último extremo de la historia, en la redacción de la obra. Quizás sea lo único que sobreviva a la destrucción y a los pueblos que la engendraron. Todo lo que vendrá adelante llenará la brecha entre ambos extremos.
[8] Bahía de rocío. Es una extensión del extremo norte de Oceanus Procellarum de la Luna
[9] Eis Ten Polin, hace referencia a las palabras griegas eis tin poli (pronunciado is tim boli), que significa ‘en la ciudad’ o ‘a la ciudad’ (στην Πόλη), del griego clásico eis tên Polin (εις τήν Πόλιν), y que hace referencia a Constantinopla i Polis (‘la Ciudad’) y del que se deriva el nombre turco de Istambul. 
[10] También Constantinopla, Bizancio, más adelante Sinus Iridum.
[11] En Italiano, la expresión “que esquifo” se traduce más o menos como: ¡qué asco!
[12] Misterioso oráculo que revela el pasado.
[13] ¿Será acaso una experiencia traumática de un testigo anónimo finalmente restaurada en alguna de las sesiones en el Senso Club?
[14] Aquí es innegable la asociación de la vagina como entrada a la matriz, un fin que anuncia un comienzo, la fertilidad que surge del despojo, una matriz a punto de engendrar.
[15] Musa de la Danza
[16] Rey de la Danza. Uno de los nombres de Shiva , cuya danza destructora convoca a Brahmá para la recreación.
[17] La única ubicación que tenemos de este relato, es que ocurre en Skopje después de que las montañas de oriente cambiaron de dueño, es un tiempo mítico, al mismo tiempo se combina con otro mito, el de Endimión y Selene, fusionándolos y confundiéndolos. Lo mismo ocurre con el origen de Endi, su origen surge de una confusión, su padre viola a su madre creyendo que es un muchacho.
[18] Endimión era un hermoso pastor  de Asia Menor. Era tan hermoso que Selene, la diosa de la luna, le pidió a Zeus que le concediese vida eterna para que nunca la dejase, Zeus lo bendijo otorgándole un sueño eterno, cada noche, Selene lo visitaba donde estaba enterrado. Plinio el Viejo menciona a Endimión como el primer ser humano que observó los movimientos de la Luna.
[19] La Canción de la Noche.
[20] Posiblemente Manasés rey sucesor de Ezequías, quien instauró el culto a Baal e inmoló a sus hijos a este. Fue tributario de los reyes Esar-hadón y Assurbanipal de Asiria. Según 2 Crónicas y 2 de Reyes, Manasés se arrepintió y restauró el culto a Yahvé. En el Manuscrito Apócrifo de Ashdo, el cual evidentemente es redactado por Traductor, lo que cambió no fue el culto del dios, sino el nombre de este. Esta hipótesis es válida dado el sincretismo religioso de los pueblos semíticos, y que eran dados a toda una serie de galimatías cultuales, el monoteísmo como lo entendemos hoy, es muy distinto al que se entiende en los siglos anteriores a nuestra era; es más apropiado referirse a dioses nacionales o tutelares que encabezaban a los diversos pueblos del Asia Menor.
[21] Es una ciudad puerto, cercana a Masada y donde fueron encontrados los manuscritos de Cúmram. La datación “272 A.C.” en el título del capítulo posiblemente hace referencia a la antigüedad del manuscrito y no al reinado de Manases que fue el más largo del reino del Sur (55 años) hacia el año 693 A.C.
[22] Nombre supuesto del hijo de Manasés
[23] Muy posterior históricamente, una lectura materialista de las obras de Sade, revela más de una analogía con el Mariscal Gilles de Rais. En las ciento vente jornadas de Sodoma y Gomorra, son precisamente el Cura, el Noble y el Hombre de negocios, quienes encarnan el desprecio, el homicidio y la brutalidad contra los más débiles, por lo que en más de una ocasión se ha sugerido en el Marqués la influencia de Rosseau y otros iluministas.
[24] No existe acuerdo al respecto, pero se ha llegado a creer que Minos corresponde a la palabra que designaba al rey por lo que su referencia podría apelar no a un personaje, sino a muchos con dicho título.
[25] “Las palabras y las iluminaciones”.
[26] O también conocido como Michel de Nôtre-Dame, Nostradamus.
[27] Herodoto de Halicarnaso describe en esta ciudad el laberinto de Hawara. En febrero del 2008, se localizó con un equipo de geo-radar lo que podría ser el laberinto enterrado, al lado de la pirámide de Hawara

4/6/12

Daniel Garro - Deus Ex Machina


Deus Ex Machina significa más o menos  "Dios de la máquina", "Dios a través de la máquina" o "Dios en la máquina"  y es el título que encabeza las dos novelas breves de Daniel Garro “Objetivo madre” y “El niño mariposa”, (la primera ganadora del premio latinoamericano de ciencia ficción Cientec en el 2008)  publicadas por la EUNED en el 2009.

Para evitar equívocos, un “Deus Ex Machina” no es exactamente un término teológico, sino un viejo recurso dramático ya utilizado por los griegos, cuando los actores que interpretaban un dios o dioses descendían en el escenario en una especie de grúa, en medio del clímax de una obra para resolver una situación difícil o imposible. Usualmente un Deus Ex Machina” hace referencia a un recurso mediante el cual, de la nada, una pista, un personaje, una situación, permiten un giro dentro de la obra o que precipita el desenlace. En otras palabras, es el “as escondido bajo la manga”, bastante usual en el cine, es esa fuerza exterior e inexplicable que resuelve algún problema, es esa secuencia en que la muchacha está a punto de ser triturada por un monstruo y llega el héroe súbitamente a salvarla. Las dos novelas de Garro tienen un poco de todo esto.

Tratándose de novelas juveniles, además escritas por un joven narrador claramente comprometido con la literatura fantástica y su inagotable arsenal de situaciones, son obras que entretienen, y que serán fácilmente asimilables por los lectores más entusiastas del género.

Vale señalar algunas fallas en el texto, como el uso inadecuado del símil y el tono a veces hiperbólico en descripciones sin mayor importancia; o también las interrupciones del narrador en la acción para hacer explicaciones sobre alguna criatura o artefacto más propias de una nota a pie de página; igualmente son abundantes las referencias explícitas o implícitas al cine del género, tanto que vuelve los relatos más predecibles y hasta por momentos dejan esa sensación de déjà vu, que nos hace exclamar: “ya vi esa película”.

En “Objetivo madre”, con una estructura más compleja que El niño mariposa” que juega con el pastiche, y los recuerdos oníricos, se derrumba con un final predecible,  alegórico y aleccionador sobre el “regreso a casa”, en los últimos capítulos del relato llega a ser molesto el tartamudeo del personaje principal y está lejos de transmitir el miedo y la perplejidad como quiso el autor. Peca de inverosímil la escena final en que desde suponemos la ventana de un hospital el protagonista contempla un sistema solar, su doble cinturón de anillos, sus planetas y lunas y su averiada nave estacionada mientras bromea con su camarada y coquetea con una chica linda, un perfecto clisé de Hollywood.

Algo semejante ocurre en “El niño mariposa”, una plaga de insectos alienígenas, y una solución sacada como un conejo del sombrero de un mago, un texto que se alarga con situaciones estereotipadas  y que en algún momento tiende puentes y vínculos con “Objetivo Madre” en las referencias a los Joe’s rockets, o los ferrotófagos.

Son relatos entretenidos como ya dijimos, aunque es claro el peso aplastante del cine convencional en ellos, tanto, que los relatos, más que cuentos o novelas breves, se acercan más al guion literario.

Germán Hernández 

1/6/12

Tibor Dery - Amor

1000 Cuentos

El Abrazo, Kiko Rodríguez. Acrítlo sobre papel.

Amor
   
La puerta se abrió y el carcelero arrojó algo al interior de la celda.

— ¡Tenga! —dijo. Era un saco marcado con un número. Cayó al suelo, precisamente ante los pies del preso. B. se levantó, respiró profundamente y miró al carcelero.

— ¡Su traje de civil! —dijo éste—. ¡Póngaselo! Enseguida vendrán a afeitarle.

El saco contenía el traje que se había quitado siete años antes y los zapatos. El traje estaba completamente arrugado y los zapatos se habían enmohecido. Desdobló la camisa y comprobó que también estaba enmohecida. Para cuando terminó de vestirse, llegó el prisionero que hacía de barbero y lo afeitó.

Una hora más tarde lo condujeron a la pequeña oficina de la prisión. En el corredor se hallaban ya ocho o diez presos que, como él, habían vuelto a ponerse sus trajes de civil; no obstante, fue a él a quien llamaron en primer lugar, apenas llegó a la puerta de la oficina. Detrás de la mesa se hallaba sentado un sargento; a su lado había otro, de pie. Ante ellos, un capitán recorría con pasos lentos la reducida estancia.

— ¡Venga aquí! —dijo el sargento que estaba sentado—. ¿Nombre?... ¿Nombre de la madre?...
— ¿Adónde piensa usted dirigirse ahora?
— No lo sé —dijo B.
— ¿Cómo? —Preguntó el sargento—. ¿Es que no sabe adónde va a ir?
— No —dijo B. —. No sé adónde me llevan.

El sargento le dirigió una mirada malhumorada.

— No le llevan a ninguna parte —dijo con aspereza—. Puede irse a su casa a comer con su mujer. Y esta noche podrá hacer algo más que comer. ¿Comprendido?

 El preso no respondió.

— ¿Así que adónde va? —preguntó el sargento
— Calle Szilfa, número 2.
— Budapest, ¿qué zona?
— Segundo distrito —dijo B—. ¿Por qué me ponen en libertad?

— ¡Déjese de preguntas! —gruñó el sargento—. Lo sueltan, y asunto concluido. Alégrese de librarse al fin de nosotros.

De la habitación vecina trajeron sus objetos de valor: un reloj de pulsera de níquel, una estilográfica y una cartera muy usada, de color negro verdoso, que había heredado de su padre. La cartera estaba vacía.

— ¡Firme esto! —dijo el sargento. Era el recibo de la entrega del reloj, la pluma y la cartera —.
— ¡Esto también! Se trataba de otro recibo por ciento cuarenta y seis florines de salario. Contaron el dinero y lo dejaron ante él, sobre la mesa.

— ¡Tómelo! —dijo el sargento. B. volvió a sacar la cartera y puso los billetes, junto con la moneda suelta, en uno de los compartimientos. También la cartera despedía olor a moho. En último lugar le entregaron el certificado de libertad. La línea punteada correspondiente a los motivos de la detención estaba en blanco. Tuvo que esperar todavía cerca de una hora hasta que, con otros tres, le acompañaron a la puerta de la prisión. Pero antes de que hubiera llegado a ella, los detuvo un sargento que vino corriendo tras ellos. De entre los cuatro del grupo separó a uno que fue conducido de nuevo, entre dos guardias armados de pistolas ametralladoras, al interior de la prisión. La recién afeitada cara del prisionero se puso súbitamente amarilla, como si fuera presa de un acceso de bilis, y sus ojos parecieron convertirse en gelatina. Los otros tres siguieron hasta la puerta.

— ¡Allí está el tranvía! ¡Tómelo! —dijo el guardián a B. después de haber examinado y devuelto el certificado de libertad; B, se detuvo y se quedó mirando ante sí, hacia el suelo.
— ¿Qué espera? —preguntó el sargento. B. continuó parado, mirando al suelo.
— ¡Váyase a la mierda! —dijo el guardián—. ¿A qué espera?
— Ya me voy —dijo B.—. Conque ¿puedo irme?

El guardián no respondió. B. se metió en el bolsillo el certificado de libertad y atravesó el vano de la puerta. Después de haber dado algunos pasos sintió un vivo deseo de mirar hacia atrás, pero se contuvo y siguió adelante. Sintió, pero no oyó, pasos a su espalda. Pensó que si lograba llegar hasta el tranvía sin que una mano le agarrara el hombro por detrás y sin que oyera gritar su nombre a sus espaldas, era de suponer que le habían puesto definitivamente en libertad. ¿Definitivamente?

Cuando llegó a la parada del tranvía, se volvió repentinamente: nadie había venido en pos de él. Hurgó en el bolsillo de su pantalón, pero no tenía un pañuelo para secarse el sudor que había invadido su frente. Subió al tranvía que paró con estridente ruido, precisamente ante él. Al mismo tiempo, del coche-remolque bajó un carcelero y, al pasar a lo largo del primer coche, volvió su cara picada de viruela y le miró con sus pequeños ojos, larga y provocativamente. B. no le saludó. El tranvía se puso en marcha.

En ese momento —a partir de la fracción de segundo en que no saludó al carcelero y el tranvía se puso en movimiento— el mundo empezó a sonar a su alrededor. Fue la misma sensación que la que se experimenta en el cine cuando, debido a una falla, la película sigue proyectándose, pero sin acompañamiento sonoro y, de repente, en medio de una frase o de una palabra, la voz vuelve a la muda y abierta boca de los actores; entonces, la sala sordomuda en la que parece como si también el público hubiese perdido su tercera dimensión, se llena súbitamente, en el milésimo de un segundo, hasta el techo, del sonido de la música, del canto, del diálogo. A su alrededor, los colores comenzaron a surgir con inusitada intensidad. El tranvía que venía en dirección contraria era tan amarillo que le dio la impresión de no haber visto un color así en toda su vida. Pasó a tal velocidad ante una casa de un piso, de color gris chillón, que B. tuvo la sensación de que nunca podrían hacerlo parar. Al otro lado de la calle, dos caballos de color rojo amapola trotaban ante un carro de transporte vacío, cuyo acompasado traqueteo hacía vibrar los mágicos cúmulos que cabalgaban por el cielo. Un jardincito verde botella pasó ondeando hacia atrás, con dos resplandecientes bloques de cristal y, detrás de ellos, la abierta ventana de una cocina. En las aceras pasaban muchos millones de hombres, todos en traje de civil, y todos diferentes y a cual más hermosos. Muchos de ellos eran de sorprendente baja estatura, uno que otro apenas llegaba a la rodilla de los transeúntes y a muchos tenían que llevarles en brazos. ¡Y las mujeres...!

B. al darse cuenta de que sus ojos estaban bañados en lágrimas, pasó al interior del tranvía. La cobradora tenía una suave y acariciadora voz. B. pagó el billete y se sentó en el extremo del coche, en un asiento del rincón. Se encerró en sí mismo; temió que, de no hacerlo así, perdería el control de sus nervios. Una de las veces, al mirar por la ventana, vio enfrente, en la acera, ante la puerta de la fábrica de cerveza, a un hombre que acariciaba el rostro de una muchacha. Volvió a meter la mano en el bolsillo, pero tampoco esta vez encontró un pañuelo para enjugar el sudor que había brotado en su frente. En el asiento vacío opuesto al suyo se sentó un obrero que llevaba una caja, abierta, por la que asomaban diez botellas de cerveza. La cobradora dijo riendo:

—¿No será mucho?

—Soy un padre de familia, camarada —dijo el obrero—. A mi mujer le gusta mirar cómo bebe su marido.

La cobradora se echó a reír.

— ¿Mirar?
— ¡Pues claro!
— ¿Es cerveza negra?
— Sí, negra.
— La clara es mejor.
— A mi mujer le gusta mirar la negra.
La cobradora soltó una carcajada.
— Podría regalarme una botella.
— ¿De la negra?
— Si no tiene de otra...
— ¿Para qué la quiere?
La cobradora se rió.
— Se la llevaría a mi marido...
— ¿Para qué? Es negra y a él le gusta la clara —dijo el obrero.

Otra vez se dejó oír la risa de la cobradora. Llegaron a una parada. B. descendió y tomó un taxi. El chofer bajó la banderita del contador.

— ¿Adonde desea ir? —preguntó pasado un rato y viendo que el viajero permanecía en silencio—.
— A Buda —dijo B.

El chofer se volvió y se quedó mirando al viajero.

—¿Por cuál puente?

 B. dejó vagar su mirada en el vacío.

— ¿Por cuál puente? ¿No conoce usted la ciudad?—preguntó el chofer.

— Por el Puente Margit —dijo B.

El taxi se puso en marcha. B. estaba sentado con la espalda erguida, sin recostarse en el respaldo. A través de la abierta ventanilla del cajero irrumpió el olor a polvo, a gasolina, de la soleada calleja, él tintineo de los tranvías. A los dos lados, las aceras estaban bañadas por el sol y eran tantas las sombras que recorrían unas tras otras, cruzándose ante los zapatos de los transeúntes, que el tránsito aparecía como duplicado. Bajo el toldo con rayas anaranjadas de una cafetería, una mujer joven fumaba un cigarrillo envuelto en una rojiza luz. Más allá, en la esquina de la acera, un joven castaño de Indias se había cubierto ya de follaje y proyectaba un palmo de vibrátil y reverberante sombra.

—Si ve una tabaquería…—dijo B. al chofer.

Se detuvieron tres edificios más allá. B. miró por la ventanilla. Se encontraba ante la puerta abierta de una tienda, delante de una montaña de rabanillos frescos, otra de lechugas y otra de manzanas Jonathan color escarlata. Un poco más lejos, la angosta entrada de una tabaquería.

— Quédese sentado —dijo el chofer volviendo la cabeza—. Iré yo. ¿Qué cigarros desea?

B. miraba los rabanillos. Le temblaban las manos.

— ¿Kossuth?
— Sí —dijo B.—. Y una caja de cerillos. El chofer se apeó.
— Deje, lo añadiremos al importe de la carrera. ¿Una cajetilla?
— Sí, haga el favor —respondió B.
— ¿Quiere encender uno? —preguntó el chofer al volver—. También mi cuñado estuvo encerrado dos años. Lo primero que hizo él también fue ir a por tabaco. Sólo fue a casa, adonde la familia, después de haber fumado dos Kossuth, uno tras de otro.

— ¿Se me nota mucho? —preguntó B. pasado cierto tiempo.
— Bueno, la verdad, se le nota un poco —dijo el chofer, pasado cierto tiempo—.
También mi cuñado tenía un color así de enfermizo. Claro, también podía haber estado en el hospital, pero de allí no se sale con la ropa tan arrugada. ¿Cuánto tiempo ha estado?

— Siete años —contestó B.

El chofer dejó escapar un silbido.

— ¿Política?
— Sí —dijo B.—. Año y medio en la celda de los condenados a muerte.
— ¿Y le han puesto en libertad ahora?
— Eso parece —dijo B.—. ¿Se me nota mucho?

El chofer levantó los hombros y los volvió a bajar:

—¡Siete años! —repitió—. ¡Cómo no iba a notarse!

 B. se apeó frente a la estación Fogaskerckü del ferrocarril de cremallera, y recorrió a pie el camino restante; quería acostumbrarse a moverse libremente antes de encontrarse con su esposa. El chofer no aceptó la propina.

— Tendrá necesidad de dinero, camarada —dijo—. No gaste en nada que no vaya en beneficio de su salud. Todos los días carne, medio litro de vino, y se restablecerá en un dos por tres.

— Hasta la vista —dijo B.

Enfrente, un poco hacia atrás, percibió un estrecho espejo en el escaparate de una tienda de modas. Permaneció un tiempo ante él y, después, continuó su camino. Como en la avenida Pasareti había mucha gente, tomó un sendero que al borde de un campo de tenis, subía por la ladera de la colina. Llegó a la calle Herman Ottó. Arriba, lo que sobraba era espacio, con solares sin edificar que se abrían directamente hacia las montañas de enfrente. Sintió un vértigo y se sentó en la hierba. Pensó que, puesto que su esposa no lo esperaba, podía permanecer media hora descansando en la hierba. Opuesto a él, detrás de una cerca, había un manzano en flor. B. lo estuvo contemplando un rato y, después, se aproximó a la cerca. Las blancas flores del manzano, que despedían un reflejo cerúleo, poblaban tan densamente las ramas que, al mirar la nívea corona desde abajo, apenas se veía a su través el trémulo plano azul intenso del cielo. Al detenerse a mirar las flores una a una, en lo más profundo de ellas, en el cáliz, en el comienzo de los pétalos estrechos abajo y redondeados en el borde superior, se veía un tinte rosado que coloreaba delicadamente su nupcial resplandor. Eran tantas las abejas que zumbaban entre las flores, dejando un tenue y vibrante hilillo de oro en el blanco tejido de los pétalos, que todo el árbol parecía ondear como un velo lanzado al viento. B. permaneció parado oyendo la vibración del manzano. Entre dos ramas se podía percibir el cielo, y más allá, una quieta nube aborregada que hacía el efecto de como si, en una inalcanzable lejanía, hubiera otro manzano en flor, encima del de abajo. Se quedó mirándolos, el tangible y el imposible de tocar, hasta que sintió un mareo.

Como había olvidado dar cuerda a su reloj de pulsera y no sabía el tiempo que había transcurrido desde que bajó del taxi, dio media vuelta y se dirigió a su casa. Después de dar unos pasos, se detuvo detrás de un arbusto y vomitó; luego, se sintió aliviado. Habiendo caminado una media hora por callejuelas donde el sol trazaba una estrecha franja de luz y que espolvoreaban con sus frutales en flor toda la ladera de la colina, se paró ante la casa. Vivían en el primer piso. En el jardín, a los dos lados de la puerta, había un macizo de lilas blancas. Subió la escalera. Tocó el timbre pero nadie vino a abrir la puerta. En ella no había ninguna placa con el nombre del inquilino. Bajó al entresuelo, adonde la portera, y timbró.

— Buenos días —dijo a la mujer que abrió la puerta. También ella parecía enflaquecida y avejentada.
— ¿A quién busca?
— Soy B. ¿Mi esposa vive todavía aquí?
— ¡Santo Dios! —exclamó la mujer. B. miró hacia el suelo.
— ¿Mi esposa vive todavía aquí?
— ¡Santo Dios! —volvió a decir la mujer—. ¿Ha vuelto a casa?
— Sí, a casa —dijo B.—. ¿Mi esposa vive todavía aquí?

La mujer soltó el picaporte y se apoyó en el marco de la puerta.

— ¿Ha venido a casa? —repitió—. ¡Santo Dios! ¡Claro que vive aquí! ¿Tampoco ella sabe que ha vuelto? ¡Dios mío! ¡Claro que vive aquí!
— ¿Y mi hijo también? —preguntó B. La mujer comprendió.
—Está muy bien —dijo—, sano, no le ha pasado nada; está hecho un hombrecito guapo y formal.

¡Santo Dios!
  
 B. permaneció callado.

— Entre, entre a mi casa —dijo la mujer con voz temblorosa—. ¡Entre! Estaba segura de que era inocente. Sabía que volvería a casa.
— No ha abierto la puerta —dijo B. — .Y eso que he llamado tres veces.
— Entre, entre a donde nosotros —repitió la mujer—. Es que no está en casa. También los otros inquilinos han salido.

B. calló y miró el suelo.

— Su esposa trabaja y Gyurika no ha vuelto aún de la escuela —dijo la mujer—. ¿No quiere pasar?  Volverán a casa por la tarde.
— ¿Hay otros inquilinos? —preguntó B.
—Es gente buena —explicó la portera—. Su esposa se entiende bien con ellos. Conque ¿ha vuelto a casa?

B. no dijo nada.

— Yo tengo la llave del departamento —dijo la mujer un poco después—. Suba y descanse hasta que venga su esposa.

En la pared, de un clavo, colgaban dos llaves; la mujer tomó una de ellas y volvió a la puerta.

— ¡Suba, suba a descansar! —dijo. B. seguía mirando hacia el suelo.
— ¿Viene usted conmigo? —inquirió.
— Claro —dijo la mujer—, voy a enseñarle la habitación que ocupa su esposa.
— ¿Qué habitación ocupa? —preguntó B.
— La cosa es que como los coinquilinos son cuatro —explicó la mujer—, les han concedido a ellos las dos habitaciones. Su esposa y el niño ocupan la habitación de servicio. Pero la cocina y el cuarto de baño son comunes.

B. no respondió.

— ¿Subimos? —preguntó la mujer—. ¿O prefiere esperar en mi casa hasta que vuelvan?

Recuéstese donde nosotros, en el diván, y descanse un poquito hasta que vengan.

— ¿La cocina y el cuarto de baño son comunes? —preguntó B.

— Claro que comunes —afirmó la portera. B. levantó la cabeza y miró cara a cara a la mujer:

— Entonces, ¿tengo derecho a bañarme?

— Naturalmente —dijo sonriendo la mujer y tomó suavemente el codo de B. como si quisiera sostenerle—. Claro que tiene derecho a bañarse, no faltaba más. El piso es también de ustedes y ya le he dicho que la cocina y el cuarto de baño son comunes. Le prepararía con mucho gusto agua caliente, porque en el sótano tengo un poco de leña que me ha quedado del invierno, pero tengo entendido que los inquilinos suelen cerrar el cuarto de baño durante el día.

B. no dijo nada y volvió a mirar al suelo.

— ¿Subimos o quiere quedarse en mi casa? —preguntó la mujer—. Quédese, se lo ruego. Yo estoy en la cocina y no lo molestaré: se acuesta en el diván y, a lo mejor, consigue dormir un poco.

— Gracias —respondió B.—, prefiero subir.

La ventana de la reducida habitación de servicio daba al norte como, por lo general, la de todos los cuartos de sirvientas; delante de ella se veía un fresno y, a la izquierda, la oscura cumbre del monte Gugger cubierta de pinos. El follaje del fresno prestaba una verdosa oscuridad a la habitación. Cuando se quedó solo y se calmó su jadeo, reconoció el olor de su mujer. Se sentó cerca de la ventana y respiró ese olor. Contempló el follaje del fresno. En la pequeña habitación había, por todo mobiliario, un desvencijado armario blanco, una cama de hierro, una mesa y una silla. No se acostó en la cama; siguió sentado, respirando. En la mesa se apilaban objetos de toda clase; libros, ropas, juguetes. Había también un pequeño espejo de mano; se miró en él. Le mostró lo mismo que el del escaparate de la tienda situada frente a la estación del ferrocarril de cremallera. Lo volvió a poner sobre la mesa, con el cristal hacia abajo. No registró entre los objetos de su esposa que se hallaban sobre la mesa. En el recogedor de ceniza que estaba ante la estufa había una pelota con lunares rojos. Sintió que el olor de su mujer invadía también la mesa.

Apenas había vuelto a sentarse al lado de la ventana, cuando entró la portera trayéndole una gran taza de café con leche y dos buenas rebanadas de pan dulce. Lo comió todo en cuanto se quedó solo. Al poco tiempo tocó el timbre la vecina del entresuelo, que le trajo igualmente una taza de café con leche, pan con mantequilla, chorizo y una manzana Jonathan como las que había visto en el escaparate de la tienda en la calle Közért. La vecina puso la bandeja sobre la mesa; tenía los ojos bañados en lágrimas y no tardó en irse. Entonces B. comió todo lo que le había traído. Todavía no había dado cuerda al reloj e ignoraba cuánto tiempo había permanecido sentado cerca de la ventana, que daba al jardín de la parte de atrás de la casa, donde no había nadie. Entre las hojas verde claro, ribeteadas de blanco del fresno, se agitaba de vez en cuando un poco de brisa que hacía estremecer la luz del atardecer en las blancas paredes de la habitación de servicio.

Cuando se saturó del olor de su esposa y dejó de sentirlo, bajó a la calle, hasta la puerta del jardín. Pasado un rato su mujer dobló la esquina, rodeada de tres o cuatro chiquillos. Al acercarse a la puerta, los pasos de la mujer se hicieron repentinamente más lentos y hasta llegó a pararse un instante, para después echar a correr hacia él. También B. se echó a correr sin darse cuenta. Cuando estaban cerca el uno del otro, la mujer se detuvo súbitamente, como si se sintiera presa de una duda; luego, echó a correr de nuevo. B. reconoció el jersey gris con rayas negras que llevaba y que, poco antes de ser encarcelado, le había comprado él en una conocida casa de modas del centro. Su mujer le parecía un ser especial y nunca visto compuesto de aire y carne, único en género. Sobrepasaba todo lo que sobre ella había conservado en los siete años de cárcel.

Cuando rompieron su abrazo, B. se apoyó en la cerca. Detrás de la mujer había cuatro o cinco chiquillos que les contemplaban con una curiosa, pero ligeramente sorprendida expresión. Representaban entre siete y nueve años. No eran cinco, sino sólo cuatro, y B., apoyado en la cerca, los fue examinando uno por uno.

— ¿Cuál es el mío? —preguntó. Fue entonces cuando la mujer rompió a llorar.
— ¡Vamos a casa! —dijo sollozando. B. rodeó sus hombros.
— ¡No llores!
— ¡Vamos a casa! —dijo la mujer sollozando ruidosamente.
— ¡No llores! —la consoló B—. ¿Cuál es el mío?

La mujer empujó la puerta del jardín y corrió hacia la casa desapareciendo entre los dos arbustos de lilas de la entrada. Seguía siendo igual de esbelta que cuando se separaron y sus pasos eran tan largos y elásticos como cierta vez, de soltera, había corrido huyendo de una vaca, con movimientos que el miedo hacía desordenados. Pero cuando B. llegó al piso y la alcanzó ante la puerta se había tranquilizado ya: sólo sus pechos, sus pechos de jovencita, seguían palpitando fuertemente bajo el jersey rayado. Había dejado de llorar pero en sus ojos se veían huellas de las enjugadas lágrimas.

— ¡Querido! —le susurró—. ¡Pobre querido mío!

Murmuraba aquello de tal manera que no hubiese querido sorber de sus labios, una a una, todas las palabras.

— ¡Entremos! —dijo B.
— Ahora aquí vive también otra familia.
— Lo sé —dijo B.—. Entremos.
— ¿Has estado ya dentro?
— Sí, —dijo B.—. ¿Cuál es mi hijo?

Ya en la habitación la mujer se arrodilló delante de él y cobijó la cabeza en sus piernas. En su pelo castaño brillaban, con extraña luz, algunas hebras de plata.

— Pobre amor mío —dijo—. ¡Cómo te he esperado! Querido...

B. le acarició la cabeza:

— ¿Ha sido difícil?
— Querido —susurró la mujer. B. continuó acariciándole el cabello.
— ¿He envejecido mucho?

La mujer le abrazó las rodillas y lo atrajo hacia sí.

— Para mí eres como cuando nos separamos.
— ¿He envejecido mucho? —volvió a preguntar B.
— Te querré toda la vida —dijo ella en voz queda.
— ¿Me quieres? —preguntó B. La espalda de la mujer se estremecía sacudida por los fuertes sollozos. B. retiró la mano de la cabeza de su esposa.
— ¿Podrás acostumbrarte? —preguntó—. ¿Podrás acostumbrarte de nuevo a mí?
— No he querido a nadie más que a ti —dijo la mujer—. Te quiero.
— ¿Me esperabas?
— He vivido contigo únicamente —dijo la mujer—. No ha pasado día sin que no pensara en ti. Sabía que volverías. Pero, si no hubieses vuelto, hubiera muerto sola. Para mí, en tu hijo también seguías estando tú.
— ¿Me quieres? —preguntó B.
— Nunca he querido a nadie más que a ti —dijo la mujer—. No has podido cambiar tanto como para que yo dejara de quererte.
— He cambiado —dijo B.—. He envejecido.

La mujer, llorando, se estrechó contra las rodillas de su marido. B. le acarició la cabeza.

— ¿Podremos todavía tener hijos? —preguntó la mujer.
— Tal vez —dijo él—. Si me quieres. ¡Levántate!

La mujer se puso de pie.

— ¿Quieres que lo llame?
— Todavía no —dijo B.—, primero quiero estar contigo. El me resulta aún un extraño, ¿Se ha quedado en el jardín?
—  Voy a bajar —dijo la mujer— para decirle que espere un poco.
Cuando volvió, B. estaba de pie ante la ventana, de espaldas a la habitación. Parecía como si su espalda se hubiese estrechado y encorvado. No se volvió. La mujer permaneció un instante en la puerta.
— Le he dicho que coja unas flores para ti —dijo con voz ligeramente ronca por la emoción—. En el solar vacío de al lado acaban de abrirse las lilas y le he dicho que haga un ramo grande para su padre.
—¿Me quieres? —preguntó B.

La mujer corrió hacia él, lo abrazó y estrechó todo su cuerpo contra el suyo.

—Querido... —susurró.
—¿Podrás acostumbrarte a mí? —preguntó B.
—Nunca he querido a nadie más que a ti —dijo la mujer—. Es como si hubiese estado contigo día y noche. Todos los días le he hablado a tu hijo de ti.

B. se volvió, abrazó a la mujer y miró atentamente su rostro. A la luz del atardecer que penetraba por la ventana observó, con alivio, que también ella había envejecido, aunque su belleza era mayor a la que todos los días, durante siete años, había evocado una y otra vez. Había cerrado los ojos y tenía los labios entreabiertos; B. sintió en su boca el ardiente aliento que se escapaba de entre sus brillantes dientes. Bajo sus espesas pestañas, descansando sobre el pálido cutis, sus ojeras despedían un oscuro y húmedo resplandor. Era la personificación de la abnegación. B. besó los ojos de su esposa y, después, la separó suavemente de sí.

— ¡Tienes que querer también a nuestro hijo! —dijo quedamente la mujer, con los ojos aún cerrados.
— Sí —dijo B.—. Me acostumbraré a él, lo querré.
—¡Es tu hijo!
—Y el tuyo —dijo B.

La mujer le echó los brazos al cuello.

— Voy a lavarte —dijo.
— Me hará bien.

Se desnudó. La mujer hizo la cama y acostó en la sábana el cuerpo desnudo de su marido. Trajo agua caliente en una palangana, jabón y dos toallas. Dobló una de las toallas, la introdujo en el agua y la enjabonó. Le lavó todo el cuerpo de pies a cabeza. Cambió dos veces el agua. De vez en cuando, a B. le temblaban aún las manos, pero su cara se había tranquilizado.

— ¿Podrás acostumbrarte a mí? —preguntó.
— Querido —contestó la mujer.
— ¿Dormirás esta noche conmigo?
— Sí —dijo ella.
— ¿Y dónde dormirá el niño?
— Le pondré un colchón en el suelo —respondió ella—. Tiene un sueño profundo.
— ¿Estarás conmigo toda la noche?
— Sí —dijo la mujer—. Toda la noche, todas las noches mientras vivamos.

FIN

(Traducción anónima revisada por Bartolomé Leal)

  
Tibor Déry. (Hungría, 1894-1977)   Escritor húngaro, autor de La frase inacabada; fue una de las figuras más importantes de la literatura húngara vanguardista en el siglo XX. Nacido en Budapest en una familia de la alta burguesía, Tibor Déry rompió pronto con su entorno para frecuentar los movimientos anarquistas y consagrarse a la escritura; participó en los movimientos revolucionarios de 1918 y 1919 y posteriormente hubo de exiliarse en Austria, Francia e Italia. De esta primera etapa de su vida cabe destacar su novela paródica El bebé gigante (1924). En la década de 1930, de nuevo en Hungría, Déry mantuvo relaciones un tanto ambiguas con el partido comunista en el poder. Pese a su consagración como escritor oficial, Déry guardó pronto las distancias con respecto al régimen; desde 1938 estuvo en el punto de mira de la censura por haber traducido Regreso de la URSS de André Gide; más tarde fue encarcelado (1957-1960) por participar en el intento de sublevación de 1956. Tras haber colaborado en diversas revistas surrealistas, Déry optó, en su narrativa, por una estética de inspiración realista. De este modo su “novela río” La frase inacabada (1947) hacía un retrato preciso de la sociedad húngara de entreguerras describiendo los amores de un joven burgués y una militante comunista. Tras su liberación, su prestigio como escritor le permitió volver a publicar. En 1964 dio a luz una novela, El señor G. A. en X., con claras influencias, en su dimensión absurda y fantástica, del universo de Kafka. Hay que citar también El excomulgador (1966), relato en el que el autor se proponía hacer una síntesis de todos sus hallazgos formales. Cabe citar, por último, Querido suegro (1974), novela desencantada de inspiración autobiográfica en la que describe el último amor de un anciano. Escribió también novelas cortas El columpio (1969) y obras de teatro Pelotillero (1954). 

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